Análisis 36,  Letras (número 36),  María Isabel Cuena

Todo el mundo está en su mundo

María Isabel Cuena[1]

30 de septiembre de 2022

“Y el idioma, ¡qué confusión! qué cosas nos

decimos sin saber lo que nos decimos”.

Juan Ramón Jiménez, Espacio.

Con sinceridad: no sé bien qué escribo. Si lo hago por encargo o por curiosidad. En ocasiones contadas, entiendo lo que dicen las palabras cuando salen; otras muchas van uno (o varios) pasos por delante de mí: como enseñan tantos, el habla hace el mundo.  Cada uno habla, pero a veces le hablan (las palabras, digo). Y hablar… ¡son tantas cosas! Hablar es quejarse y pensar; hablar es darse a conocer; hablar es, también, observar nuevos procesos en el mundo – o inventarlos. Hablamos en el tiempo, y se suceden las palabras como de una madeja: hablar es también desenvolver un sentido en el discurso, que siempre tiene un antes y un después. De ahí que en el habla se forje, siempre en presente, la ilusión de lo que existe; contar algo, computarlo, es conferirle realidad: ubicarlo en un discurso, entre la realidad que lo antecede y la que lo va a suceder. O a veces, y esto nos llevaría por otro sendero, perderlo en simultaneidad.

Todo lo que conocemos es, en realidad, comunicación: de nuestra propia habla al exterior (cuando yo digo), del habla de los hombres al exterior (cuando ellos dicen), del habla de los hombres, o de la mía propia, a uno mismo (cuando me dicen, en los dos sentidos). Se hace evidente, entonces, que el lenguaje, que Heidegger nombra “casa del ser”, es sala, condición y medio del vínculo entre los hombres y el mundo: porque llama a los seres (a un animal, gato; a una sensación, tristeza), al tiempo que los reclama de este modo ante sí (ante la palabra “gato”, un ser aparece; “tristeza” evoca para todos una emoción). Y es que por “lenguaje” no podemos entender un mero instrumento con el que asir las cosas: por él discurren, como en un espacio, las realidades. Y de estas realidades, que son cosa, pero también palabra, ideamos un mundo, el nuestro propio, y el mundo, también, para todos.

Es que las realidades que el habla muestra y desenvuelve no son sino el conjunto de los seres con los que nos podemos relacionar: se nos hacen próximos en la medida en que los nombramos. Lo dice Hannah Arendt, quizás con más claridad: “hay, o debería haber, tantos logoi diferentes como hombres existen, y […] todos estos logoi juntos forman el mundo humano, en tanto que los hombres viven juntos en el modo del discurso”[2]. El “mundo” visto así, es un conjunto de seres que un habla, la de cada uno, distingue, mediante las palabras, que son las de todos. Recuperando un verso de Juan Ramón, puede decirse entonces que “lo elemental más apretado”[3] reside en cada una de ellas. No hay voz que pronunciemos que no sea fundamental, en algún aspecto: en el lenguaje, cada palabra ubica un sentido particular, que le es propio.

Ahora bien…¡qué confusión!, todas las veces que hablamos y al tiempo nos desconocemos. Lo refiere el mismo Juan Ramón Jiménez: “[…] lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, y es la vida”[4]. Las palabras tienen también sus caminos propios: reparamos en esto al percibir que no sabemos dónde pensamos, es decir, que la sustancia de lo pensado no se encuentra realmente en ninguna parte. Es por eso que no podemos callar: ninguno de los nombres que empleamos resultan por sí mismos definitivos. Y el pensamiento, al formularse, no puede prescindir de uno sólo de los términos por los que se articula, ni de las relaciones que se traman entre ellos: la sustancia de lo que pensamos se encuentra, también, en todas las partes.

Al pensar “la mañana de aquel sábado de invierno, el triste gato gris cayó del tejado de tejas azules”, los ojos de nuestra fantasía imaginan una acción; de manera muy concreta, es la que es, y no otra distinta, por todas y cada una de las palabras que la han cifrado: todas las partes de la oración la articulan, en conjunto, y, para el significado que hemos adquirido, no es renunciable ninguna de ellas. Parecería que la realidad de lo que he comunicado se encuentra en todas las «partes», es decir, en todas y cada una las palabras que he empleado para ello. Ahora bien, ¿qué “gato”?, ¿por qué “triste”?, y ¿de qué “azul” eran las tejas?: es información que no se encuentra en ningún lugar, salvo en nuestro mundo. Esto es: son las decisiones de nuestra imaginación, mañosas, las que suplen la ausencia de significado concreto y dan carne, color y aliento a las palabras que recibimos. La imaginación de cada uno es la suya propia: es poco probable que para esa misma oración haya dos gatos iguales, o dos mañanas de sábado indistintas.

Los nombres envuelven el conjunto de los seres y su especificidad, y los conducen a la superficie cuando los llaman, es decir, los ponen nombre o los invocan. De este modo, la “realidad” a la que el nombre apela es una conexión: su condición no es, como muchos pretenden, suficiente para hacer de la comunicación un fenómeno unívoco, o inequívoco. El uso del nombre, siempre y para cualquiera (también para misma), es necesariamente un desvío: nada de lo que decimos, nunca, va a ser lo mismo para todos los que lo reciban; cada palabra va a huir de la propiedad con que creo articularla, forjando sentidos, quizás muy similares a los que pretendo (y a veces no), pero inevitablemente distintos. El mundo se articula “en todas las partes” del habla y por eso nos entendemos. Pero la concreción de lo que nombramos no se encuentra “en ninguna parte” del habla que compartimos. Podría precisar la realidad de mi gato a través de palabras cortantes, precisas, referenciales; podría, a la manera realista, definir sus andares, el menear de su cola y una ligera cojera, porque se le ha clavado una astilla en la pata derecha trasera. Mi gato no sería el de nadie; y nos estaríamos entendiendo: porque el gato existiría, cayendo o sobre el tejado, en el camino que va de la imaginación al signo, a través del habla. Pues todo el mundo está en su mundo, y en el de todos, la palabra.


[1] María Isabel Cuena es poeta y Graduada en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, y Estudiante de Grado de Estudios Literarios.

[2] Arendt, La promesa de la política.

[3] Verso del poema «Mensajera» de la estación total».

[4] En el poema «Espacio».