Análisis 36,  Enrique Gómez Crespo,  Letras (número 36)

En la sala de espera

Estoy en la sala de espera de traumatología del hospital. Una rutinaria revisión de mi  mallet finger,  una lesión en mi meñique izquierdo, que se ha quedado en martillo tras la rotura del tendón extensor y una prolongada sindactilia, que por qué no reconocerlo, ha tenido resultados solo discretos. No me ha supuesto ningún quebranto; estoy acostumbrado a los resultados discretos, a los paraísos humildes y pasajeros.

Sindactilia por cierto, es una palabra bellísima herencia de los griegos, omito etimología, que utilizo, incluso en sentido metafórico, siempre que tengo ocasión. Me da cierto cachet. Por ejemplo:  sindactilia afectiva o laboral o incluso sindactilia de género, sindactilia amorosa, cualquier situación en la que percibamos la insana intención, consciente o no, de convertir la pluralidad en uno, de transformar lo separado y distinto, en un ente dotado de unidad indisoluble de aquello que hasta hacía poco, era otra cosa, aunque fuera idéntico a la parte.

Hemos de reconocer, que el ser humano que nominó a este recinto hospitalario “sala de espera”, dio en el clavo, y esto, como ya nos advirtió Novalis, casi nunca pasa; por ello celebro con justicia el acierto lingüístico del autor, la brillantez de su idea. Y es cierto, porque es precisamente la espera, la larga espera, la desesperante y hasta angustiosa espera, la actividad que se realiza en exclusiva en estos extraños lugares donde casi siempre, hay más humanos que asientos.  Pero hay un problema, que nuestro siglo, está reñido con la espera, la rechaza, la teme, no la entiende ni consiente con ella. No sabe habitar su especial luz y su silencio. El terror a este horror vacui, impide ver la cara más amable de la espera, la de hacer una pausa. Esperar, como cualquier legionario al uso, te otorga casi el estatus de novio de la muerte, esperar puede convertirse, por su relación con el aburrimiento, en una experiencia nietzcheana de la nada y esto es lo que parece que desasosiega. El que espera, pudiera sorprenderse casi sin darse cuenta, pensando; pensando incluso que en verdad, su vida es un resto, un desperdicio sin demasiado sentido, un abismo sin bordes, en definitiva, un vacío insondable. Espera y angustia van así de la mano, porque se teme la melancolía del silencio en soledad ante las cosas. Hemos renunciado a la delicada “conversación” y al tenue rumor de los objetos inanimados que nos hacen compañía. Porque las cosas no miran, son conscientes de nuestra extraña existencia y sienten piedad de nosotros.

Por todo ello, la espera se intenta pasar, llenar quizás, de distintas maneras. La más habitual es hablar sin tasa. Hablar no para comunicarse, sino para llenar el tiempo vacío, quizás para matarlo; matar el tiempo se dice, entiendo, que antes de que él acabe con nosotros, con su inexorable y sobre todo callado paso; hablar en definitiva para gozar, para esquivar la ansiedad que no cesa, para tapar la falta intapable (soy consciente de que esta palabra no existe, pero debería), para negar la castración que el propio lenguaje funda, esa pérdida que se encierra entre los intersticios de los significantes, eso que nunca se atrapa. Se habla de todo y con todo el mundo, incluso con el desconocido que está al lado, perdiendo así la oportunidad del silencio, de la ausencia del lenguaje, de la conversación con el verdadero desconocido que llevamos dentro, ese que siempre nos acompaña y nos perturba. Hablamos tanto y con tan alto volumen, que por cierto, va aumentando progresivamente, que cuando el altavoz escupe nuestros nombres en el viciado y ruidoso aire, no entendemos nada. Las palabras se difuminan entre los decibelios parlanchines y entonces, aquel que cree haber sido nombrado, llamado a consulta, no está seguro, se irrita y, también a voces, afea la conducta de sus circunstanciales compañeros de sala , que según su opinión, no tienen respeto alguno y no saben comportarse en lugar público. Los demás, con gesto de sorpresa y de duda, mantienen un silencio de algunos segundos e inmediatamente, recomienzan progresivamente su cháchara electrizante, por supuesto, con la vida cotidiana como tema preferido. ¡Qué sería de nuestras conversaciones sin la vida!, sin eso que nos sucede en la pasta cotidiana de los días, en el fango de la rutina.

Otras maneras de conjurar los peligros de la esperada espera, y esto nunca falta, es la consulta a los móviles, esa ventana nómada al mundo que llevamos en el bolsillo y que nos promete la contemplación, como veneciano marinero, de mil maravillas; siempre al menos, una posible mirada, un deseo de otro que quizás nos ame, o en su defecto, decida hacernos el caso que nos niegan nuestros aburridos compañeros de viaje. Pero claro, también el Smartphone con su WhatsApp, tiene su sala de espera virtual. También allí surge lo inquietante, también allí, algo se nos escapa.

Otros, muy pocos, decidimos con idéntico objetivo obturador, leer y tomar notas y aquí está el problema. A pesar de todas las estrategias al uso citadas, el cuerpo termina hablando a su manera. Por ejemplo, la querida señora de aspecto descuidado y entrada en carnes, que se sienta a mi lado, mueve las piernas con un evidente tembleque nervioso que, debido a que los asientos son solidarios unos con otros, sindactílicos, provoca que el mío se mueva, como si un seísmo estuviera azotando a la ciudad. Mi libro y mis papeles trémulos, se mueven al ritmo de la inquietud de mi acompañante dificultando la lectura e impidiendo la toma de notas o el subrayado de esas citas que me ayudan a vivir. Podría odiar a la ansiosa mujer, pero mi peculiar paranoia se ha moderado últimamente, y ya no tengo la certeza de que un ser malvado sin límites, esté disfrutando de mi desdicha. Dicho esto, su súbito deceso no me hubiera parecido una desgraciada ni injusta decisión de Nuestro Señor el Altísimo.

Decido entonces echar un ligero vistazo al resto de la sala, como quien mira llover, como Octavio Paz, ni atento ni despreocupado, y compruebo con enorme sorpresa, que todos los traumatológicos ciudadanos están moviendo las piernas con idéntica tembladera. Sorprendido, intento pensar con rapidez: no he oído últimamente nada de ningún síndrome con este síntoma corporal concreto, así que me convenzo de que tiene que ser una respuesta inconsciente y casi epidémica a la insoportable espera. Curiosamente, yo no me siento especialmente inquieto, es más, experimento en estos lugares, también en los ingresos hospitalarios, esa sensación de meliflua serenidad, casi de vaciamiento espiritual, de honda calma, que los japoneses llaman furyú y que va relacionada con la liberación sentida, ante la ausencia en nuestras vidas, de las irritantes obligaciones cotidianas que nos afligen. Es la paz asociada a un cierto abandono, a la desgana permitida, a la soledad y a su silencio. Pero a mí, nunca me ha gustado distinguirme así, ser el raro y además, siempre he pensado que los demás hacen siempre lo correcto y soy yo el que me equivoco; así que, a pesar de mi aparente tranquilidad, decido hacer también temblar mis piernas con cierto entusiasmo, no vaya ser que me tomen por loco. Asombrado, me doy cuenta de que mi espasmódica vecina de asiento me mira con recelo y mirada torva y seguidamente me espeta: “oye, te importaría dejar de mover las piernas tanto; es molestísimo. Si estás nervioso, tómate una tila, no puedo ni mirar el teléfono con tanto traqueteo”.

Considero entonces que la existencia está llena de momentos como este, absolutamente inefables, y que intentar darles sentido o contrariarse con el prójimo, no es una sabia decisión. Decido en ese mismo instante dos cosas: que la próxima vez no me olvidaré la petaquilla de licor en casa y que en cuanto salga de aquí, en esta maravillosa mañana casi primaveral, me iré a tomar un café al bar que más me guste, y simplemente, disfrutaré de está luz tan especial que tanto me complace.