Análisis 34,  Antonio Gamoneda

Algunas glosas y argumentos varios para los sabios textos vecinales de Aduriz[1]


Me advertí poseído por una muy extraña sorpresa, que curiosamente provocaba yo mismo, cuando escuché (cuando me escuché, quiero decir) declarar gran felicidad por tener la fortuna de leer y glosar, en «racimo» y en «rama», las fértiles, las graciosas y profundas semblanzas de Vecinos ilustrados, que Fernando Martín Aduriz regala en la noble prensa diaria y palentina.

«Sorpresa» y «Felicidad». No es literariamente sensato velar ni decir a medias las causas que uno mismo pretexta. Puesto en ello, algo debo hacer en orden a esta debida conducta. Me refiero, naturalmente, a la mejor claridad de los motivos de mi «Sorpresa« y de mi «Felicidad», y a ello voy sin mayores ni menores demoras.

«Sorpresa» porque lo que me escuché no sólo era insólito y jocundo, sino que, inocente y per- verso, yo mismo y en el mismo instante, di en crear innúmeros agravios comparativos: hace más de veinticinco años que, en razón de la que me parece legítima defensa, no escribo un prólogo a nadie. Ahora habré de cavilar las excusas que ya debo a muchos amigos y a algunos, no demasiados, enemigos; ellos me pidieron un prólogo y yo dije cordialmente «no» o algo parecido. El prólogo de Aduriz no tuvo otro deseante ni peticionario que no fuera yo, y el prólogo está ahí. Lo tengo difícil.

Lo tengo difícil, sí. Además, cargado con tan protervo problema, los argumentos relativos a la «Felicidad» pueden salirme vacilantes, aun- que, por lo que concierne a su objeto, han de ser necesariamente felices (valga la redundancia en presente y las que vengan venideras). Van los argumentos.

Comencé a leer (a releer, más propiamente) semblanzas y vino súbito, el primer sobresalto intelectual gozoso: «Un panadero de los de antes». Aduriz empezaba a hablar de Jesús, panadero de Villalumbroso, y las seis primeras palabras, llanas y luminosas, ya exponían, con las de Jesús, sus propias virtudes. «Un panadero de los de antes»: Aduriz había atraído la noción universal del pan, materia sustancialmente precisa y preciosa para los seres humanos, y había aludido, y representado implícitamente, a éstos, a los seres humanos, como lo que son en su realidad más cierta, seres necesitados. Pero también, explícito y simultáneo, Aduriz había invocado al panadero, y aquí estaba el segundo término de la propuesta dialéctica: al ser necesitado le respondía el ser necesario, el provisor, el que satisface la necesidad. Seguimos en el gran orden elemental de la vida y en su antropología profunda. Y Aduriz ha escrito sencillamente a continuación: «…de los de antes». Sencillamente, sí, pero acaba de situar las dos nociones anteriores en el tiempo, y ésta es su otra definida y definitiva localización elemental. Y como el tiempo es sucesivo, es decir, histórico, también nos lo advierte Aduriz. Con ello entramos en otra superior información; conocemos la tipología del panadero, que no es una tipología cualquiera sino la de los panaderos de antes. Y Aduriz, que quizá porque es un escritor y un humanista, es también un gran psicólogo, nos va a llevar más allá. Nos lleva a «Jesús Plaza (el de) Villalumbroso», es decir, al núcleo de la individualidad. Y más allá aún, al núcleo del individuo, a la subjetividad plena, dado que Jesús «ama lo que hace».

Algún sensato y generoso lector podrá estar preguntándose «a dónde va este prologuista, que a cuenta de seis palabras y algún pequeño col- gante deduce tanta y semejante doctrina». Muchas gracias, amigo lector, generoso y sensato, cierta- mente: le ruego anote que lo de las seis palabras, depende; depende de quien las diga. Si las dice Fernando Martín Aduriz, son equivalentes a un tratado de antropología social y cultural, provisto de un imprescindible apéndice filosófico y de un bello colofón para la cordialidad vecinal. Dicho más brevemente: Aduriz hace la propuesta sencilla, y la sencillez de alta precisión abarca la complejidad, y la complejidad se torna a su vez sencilla. Punto. Todo ha sido magníficamente re- suelto.

He puesto punto al párrafo anterior pero bien sé que no he acabado de argumentar la «Felicidad», que la ilustración vecinal es cuantiosa, pero ocurre que, irremediablemente y sólo para mí, tengo que hacer un excurso nostálgico: las sopas de ajo con costra, de Jesús, el de Villalumbroso, ¡ah, las sopas universales! «De cortezón», les decía Sergia López Busnadiego, (1892-1971), natural de Castromocho, madrina sacramental del prologuista. ¡Ah las sopas eternas de 1942, si hubiera o hubiese pan!

Pido perdón por el excurso y retorno a donde debía. Creo que, a cuenta del pan y el panadero, ambos tan respetables, he entrado ya con mis mortecinas luces en la clave expositiva de Aduriz, aquélla con la que los claros varones y preclaras damas vecinales quedan esclarecidos, lustrados y hasta lustrales como conviene a su ilustración, que es mucha. Pero aún, con tanta admiración como asombro, tengo que señalar y subrayar la otra muy alta virtud, la gran polisemia de las pa- labras sencillas, que sencillas, polisémicas y exactas siguen cursando las semblanzas de Aduriz, de manera que el feliz palabreo nos depara el perfecto “dibujo de figura” de seres tan diversos (no resigno una pequeña nómina) como son, puestos en parejas, el cinéfilo y el odontólogo, el líder político y el tintinólogo, el poeta y el gobernador, el cirujano y la alcaldesa, la pedagoga y el pintor, el pregonero y el empresario, el doctor en psiquiatría y el intelectual…

La nómina podría seguir, que el libro es todo un amplio y espléndido «paisaje ontológico» (los «paisajes ontológicos» no existen, que yo sepa, pero no haya tautología ni contingencia, que Aduriz los crea cuando hacen falta). Podría seguir, es- taba diciendo, pero no parece necesario, que las señas generales están dadas, y los ilustrados (que lo son todos los que están), perfectamente nombrados.

No continuaré la nómina pero sí entraré al trance de decir algo más del libro de Aduriz, que es un valor de mención graciosamente obligada, y se trata a todo tratar, precisamente de la gracia; de la gracia de Aduriz.

Nadie entienda (aunque nada tendría de malo) que Fernando «se pone gracioso». La gracia es otra; es aquélla –ya aludida al comenzar este escrito– por la cual la noble sabiduría mundana, sea psicológica, antropológica, sociológica o característica en cualquiera otra especie, queda «tocada», aladamente «tocada», por la misma, es decir, por la gracia. Qué pueda ser la gracia, es asunto más para entender que para decir, que hasta aquel genial frailecico de Fontiveros (bien me extraña que Fontiveros no sea provincia de Palencia; en cualquier caso, para mejorar las señas, dejo dicho que el frailecico fue el carmelita descalzo cuidadosamente apaleado por sus hermanos calzados de Toledo, el que se llamó Juan de Yepes y que, a causa del apaleamiento, pienso yo, terminó canonizando Roma, por obra ex cátedra de un tal Clemente). Pero a lo que iba, el frailecico, hablando apenas de una gracia también superior, no atinó a decir otra cosa que «…un no sé qué que quedan balbuciendo», prodigiosa cacofonía que para decir todo no dice nada. Misterios de la lingüística y del talento literario, que, como en el caso de Aduriz y de su gracia (de su gracia que, repetido sea con las debidas licencias, no es la misma pero algún pare- cido tiene), es asunto que se entiende mejor que se dice.

Y aquí podría terminar, felicitándome y felicitando a todos, incluso a Aduriz, por esta espléndida ¿Summa Pallantiensis?, pero no quiero prescindir de mi habitual condición pedigüeña y, antes de firmar, le pido a mi admirado amigo Fernando Martín Aduriz lo siguiente:

Si llegase ocasión en que, consultados los convenientes índices demográficos, advirtiese que la población palentina de «vecinos ilustrados» va quedándose flaca (bien sé que esto es difícil y me alegra mucho que así sea), podría acordarse de algunos otros de gran valor pretérito pero presente, que por su obra son más eméritos que difuntos, como el gran colega Jorge Manrique o los dos Be- rruguete, todos tres de Paredes de Nava, que ya es decir, más los muchísimos más que él ya sabe, y los que sabrá, sin olvidar, naturalmente y por favor, a mi maestro José María Fernández Nieto, poeta y sabio de muy nítidas farmacopeas.

Unos y otros, empadronados palentinos o no, le harán por ello reconocimientos de mucha gratitud. Se incluye entre los agradecidos este pertinaz prologuista que sin gracia alguna quiso ser gracioso. Perdonadas le sean ésta y sus otras demasiadas faltas.

[1] Prólogo del libro ADURIZ, F.M., Vecinos ilustrados, encore, Centro Dolto, Palencia, 2019.

Antonio Gamoneda