Análisis 34,  Julián Alonso

Esos cielos que se le caen al mar[1]


Enrique Gómez Crespo es un caso atípico y singular dentro de la poesía al uso.

En estos tiempos en que el número de poetas es legión y cualquiera que tenga la ocurrencia de escribir frases entrecortadas y colgarlas en “youtube” se considera elegido por las musas, él ha optado por llevar a cabo una labor callada y sistemática de escritura, respaldada por muchas y variadas lecturas. También en eso –en su hambre lector- se diferencia de tantos vates imbuidos de ciencia infusa que se vanaglorian de no leer, porque lo consideran innecesario y se limitan a imitar al gurú poético de turno, imitador a su vez de cualquier otro gurú que también triunfó en las redes sociales a base de “likes”, incontinencia verbal y frases tan ingeniosas como efímeras que más parecen fuegos artificiales.

                Enrique es hombre de pocos versos –no son muchos los que ha escrito hasta la fecha–, sencillez aparente, giros meditados, ironía en la recámara lista para el disparo certero y cierto regusto amargo. Un buen cóctel para obtener resultados francamente estimables.

                Escribe con la convicción de que “nadie da con las palabras. / Son ellas / las que a veces / nos encuentran”. Declara humilde no obsesionarse por la búsqueda de una voz propia y se afana por profundizar en las que admira, lo que por otra parte no es algo excepcional, pues no existe un solo poeta que, lo acepte o no, no tenga algún referente a la hora de escribir.

                Y así, tras años de labor paciente, ha llegado sin prisa a “Estos cielos que se le caen al mar”, con el pudor y la lucidez del autor primerizo que sabe que nunca se termina de aprender, pero exponiéndose aun así a cuerpo gentil, a las embestidas de los lectores que se acerquen a esas páginas, entre las que se esconde una parte de su corazón.

                Comienza el poemario con dos versos rotundos y conclusivos –bien podrían servir igualmente para cerrar la obra- en los que sintetiza sin adornos lo que para quien escribe estas líneas siempre fue una sospecha aunque nunca la supiera plasmar en el papel: “Quizás vivir sea esto / Ver caer las cosas”. El paso del tiempo como sucesión de acabamientos, la sospecha -acaso certidumbre- de que todo es efímero.

                Escribe luego como quien no se entera de nada o está de vuelta de todo, con el engañoso desapego de quien pone toda la intención en cada palabra para que parezca que no le ha costado nada escribirla, esbozando a veces historias y situaciones dignas de la lírica amarga que puebla la mejor novela negra de Chandler o Marlowe.

Reconoce la importancia de las miradas fugaces, esas que apenas duran un instante y dejan la marca a fuego de lo que pudo haber sido; advierte lo cambiante de la vida en la visión casual de un pájaro traspasando un trozo de cielo, porque alguien lo vio en la azarosa coincidencia de vuelo y mirada.

Y entre verso y verso, podemos rastrear alusiones que no oculta –ya el título de la obra lo es- a autores tan diferentes como Gil de Biedma en un estupendo poema que dedica a Roberto Juarroz, César Vallejo, Roger Wolfe, Ciorán, Ramón Irigoyen, Cortázar, Silvia Planth, Trapiello, Ida Vitale o Philip Larkin, qué el mismo reconoce como una de sus principales fuentes de inspiración, con una actitud ecléctica –nunca desordenada- que la lectura nos va descubriendo conforme avanzamos en ella.

“La segura extinción hacia la que viajamos”, escribió Larkin en “Aubade”, uno de los más grandes poemas sobre la muerte de todo el siglo XX y con esa convicción se aplica Enrique en algunas de sus versificaciones para, en una cabal comprensión de lo efímero de nuestro paso por el mundo, escribir: “Labré unos versos sobre el agua, / pasé los dedos,…” puntos suspensivos. Léanlo.

Premoniza cuando dice: “En esta tierra, / parece que siempre / está el otoño al acecho, / que algo terrible, / está a punto de suceder” y eso le llevaa la sensación de que el olvido se lleva la belleza para siempre.

En definitiva, toda una serie de reflexiones poéticas bajo el denominador común de la incesante búsqueda del modo de expresión en que sentirse más cómodo y en la que no faltan tampoco reminiscencias clásicas, como las que irradia el estimable poema que dedica al viejo esclavo tracio que en la antigua Roma alecciona a su hijo: “No te avergüences de tu condición / también, aunque lo desconozcan / los amos son esclavos”. Poco hay pues de superficial en este libro, aunque a veces formalmente pueda dar esa sensación.

Por todo lo dicho y lo que pueden encontrar entre las páginas que siguen a esta introducción, conviene no perder de vista los futuros frutos poéticos de Enrique Gómez Crespo.

[1] Prólogo de GÓMEZ CRESPO, E., Esos cielos que se le caen al mar, Centro Dolto, Palencia, 2019.

Julián Alonso