Análisis 34,  Enrique Gómez Crespo

El extranjero que nos habita

Nunca sabremos por qué escribimos, ni qué es la poesía, nada del enigma que hay detrás de los versos, pienso que tampoco seremos capaces de decir algo sobre el deseo de publicar, de ese enigmático y extraño impulso que nos anima a sacar a pasear a nuestros textos, exponiéndolos y exponiéndonos al amor y al odio de los otros, siempre al acecho del que, con valor, a cuerpo gentil dice Julián Alonso en el prólogo, enseña sus cartas. Hay que estar, creo yo, lo suficientemente separado del Otro y de nosotros mismos, para poder resistir el empuje mentiroso de los halagos o el de las críticas feroces. Fermín Herrero, el poeta soriano, asegura que a los poetas solo les mueve, quizás debería decir nos mueve, la vanidad, el ansia de reconocimiento. Y aunque seguro que algo del Narciso que todos llevamos dentro anda por ahí, yo prefiero creer en argumentos seguro más falaces, pero que afortunadamente nos dejan en una mejor posición política. Al fin y al cabo, no recuerdo quién lo dijo, pero toda poética es una ideología. Luís García Montero, siempre tan cerca de los buenos sentimientos y del compromiso social, considera que el hecho poético es tripartito,- poeta, poema y lector-, y que si uno de los tres falta, por ejemplo el lector, la poesía no existe. Es algo parecido, si se me permite la comparación, al trabajo del cocinero: que sólo tiene sentido si alguien se lo va a comer. Al parecer, no hay poesía si te guardas los versos en el armario de tu ego, si no te arriesgas a ser mirado con justicia o sin ella. Y además, nadie ha dicho que escribir poesía tenga sentido alguno, es más, es precisamente el poema el lugar en el que el sentido queda en suspenso y se tambalea.

Y en este caso, ¿qué hay detrás de este libro, de sus textos que sueñan con ser poemas?, ¿por qué aparece ahora “Esos cielos que se le caen al mar”?, título por cierto, extraído de uno de los diarios del Salón de los pasos perdidos de Andrés Trapiello. Complejas las preguntas, difíciles las respuestas. Decía Mallarmé, que escribir era “una antigua y muy vaga, pero celosa práctica, cuyo sentido yace en el misterio del corazón”, y yo estoy de acuerdo. Después de tantos años escribiendo versos y de tantas lecturas que me han acompañado y me han hecho más fácil el vivir, pienso que puede haber llegado el momento de decir lo que me parece, sin ánimo de tener razón. Al fin y al cabo, como decía un poeta secreto, al final, por mucho que uno se resista, no queda más remedio que las propias conclusiones.

Y para ello, me he dejado seducir por el pensamiento poético y la obra de los autores que más me han gustado y que por ello son también, los que casi sin darme cuenta, más me han influido. José Ángel Valente, Antonio Gamoneda, Clara Janés, Philip Larkin, Wallace Stevens, Jaime Gil de Biedma, mi admirado y poco conocido, José María Fonollosa, Luis Cernuda, Octavio Paz, José Cereijo y algunos más. También el psicoanálisis, que tantas puertas extrañas me ha abierto, permitiéndome además aproximarme a una interesante forma de entender, si esto fuera posible, el proceso creativo en general y el poético en particular. ¡Cuánto tengo que agradecer al diván y a quien estaba detrás con su deseo y su incomprensible silencio!

Decía que ha llegado mi vegada de decir simplemente lo que creo, sin más, y tampoco lo creo mucho, quizás fuera mejor decir que son ideas que casan algo más con mi temperamento. Y además es lo que creo hoy, aclaro, mañana ya veremos. Nunca me he considerado un fanático defensor de la coherencia y aún menos de la tan valorada inmutabilidad de opinión y pensamiento. Si lo que digo procede de un saber, este está agujereado y todo lo que defiendo tiene siempre la marca de lo provisional. Además, soy un convencido de la existencia del sujeto tachado, dividido, y precisamente por eso, no creo ser yo quien dice ni creo que todo pueda ser dicho. Y en esto tampoco soy original. Otros con más talento y acierto me han precedido en esta senda de oscuridad y desconocimiento. María Zambrano, ¡cómo no!, defendía que “hay cosas que no pueden decirse. Esto que no puede decirse, es lo que se tiene que escribir”.  Es el “si supiera qué decir no escribiría” de Mirta Rosemberg. Aluden ambas a ese magma de lo ignorado que, además, probablemente no pueda ser, no solamente revelado, sino ni siquiera simbolizado. Ese real imposible de ser abordado por las palabras, ese abismo sin sentido, que precisamente por serlo, actúa como sumidero de unas palabras que acuden ya exhaustas e impotentes a la tarea. Ya lo sospechaba Friedrich von Hardenberg, más conocido por el pseudónimo de Novalis, que el lenguaje no da nunca en el blanco y menos cuando lo intenta. Por eso en todo poema, como en el lenguaje, hay siempre algo del fracaso y también algo de lo intransferible, de lo que no se puede conocer ni comunicar a los demás. Lúcidas entonces las palabras de Clara Janés: en poesía hay siempre una parte” absolutamente incognoscible a lo que alude el poema”.

Por eso entiendo el fenómeno poético como una suerte de indagación, casi de revelación, de epifanía, de exploración de las capas más profundas del inconsciente, para intentar, como decía José Angel Valente, alcanzar el conocimiento, sin arrimo de luz alguna de comprensión, de un material que no puede ser conocido más que a través del poema. Incluso pudiera ser que al final fuera el propio poema quien creara esa nueva, esa otra realidad que se nos presenta en forma de versos. Quién sabe, siempre el no sé.

Pero es que además, no solo el terreno explorado es oscuro, brotar oscuro decía el poeta, sino que además como he dicho, el que habla, no parece ser el yo. De hecho, en muchas ocasiones, el poeta en su soledad, se siente abordado, casi asaltado por unas palabras que parece que se le imponen y de las que por cierto, no cree ser del todo responsable. Unas palabras, que da la sensación que surgen con todo su poder ajenas a su voluntad. No puedo dejar de recordar entonces los hermosos versos del poeta palentino Marcelino García Velasco: “Y siempre nos sorprende la palabra /desnudos frente al mar de los deseos”. ¿Quién, considerándose poeta, no ha pasado por el desfiladero de esta inquietante experiencia más de una vez?. La poesía podría ser entonces, como defiende Andrés Sánchez Robaina, “simplemente” la aparición de la palabra, pero la del otro. Sería entonces, siguiendo por ejemplo la estela de Rimbaud, Pessoa o Eliot, la buena forma de dar la voz a nuestra otredad. Palabra que intenta alumbrar las sombras, conquistar un conocimiento o inconocimiento, que está solo y exclusivamente a su alcance. Por eso la frase del psicoanalista Manuel Fernandez Blanco es perfecta para este epílogo, porque todo parece proceder de ese extraño que nos habita, ese extraño  además, en desigual  batalla con su propio vacío, con su nada propia, con su página en blanco, tan necesaria, tan indispensable  para poder crear algo. Nada puede surgir si antes no hay un vacío previo que lo acoge.  O como decía Paul Valery, “tu eres la voz / de tu desconocido”.

Aunque nos cueste admitirlo, toda duda se basa en una certeza. Hablo desde esta certeza, quizás falsa, de que no puedo conocer la verdad, de que la verdad no puede decirse. Que la poesía no es la verdad, como algunos eminentes poetas creen, porque la verdad es inaccesible. Siento llevar la contraria a mi admirado Philip Larkin, pero para mí, también las palabras sencillas mienten y la poesía es un disfraz, uno más, otra máscara, otro engaño o como mucho una hermosa media verdad y el poeta un impostor a su pesar. Soy incapaz de ver los poemas como expresiones del yo consciente. Son más enunciación esencial que enunciado. Imagino al inconsciente intentado hablar, al lenguaje, a lo simbólico, intentando rodear el agujero de lo no dicho, luchando para costear la Cosa de lo real, eso que remueve el suelo bajo nuestros pies. La poesía es para mí definitivamente un velo más, quizás la única forma que he encontrado de explorar mi propia inclemencia interior. Aunque pensándolo bien, igual tiene razón Marcos Canteli, y el poema es el lugar donde callarse, donde no decir con versos. Todo es raro, turbio, todo ambivalente y paradójico. Así es lo humano.

Y termino. No quiero olvidarme de mis amigos. Este libro surge ahora porque tras años de lucha decidida contra el deseo, el encuentro contingente, precisamente con el deseo de otro, ha hecho posible su publicación. Es por ello también el fruto de un azar favorable. Agradezco a todos esos otros, ellos y ellas saben quiénes son, que me hayan ayudado a superar mi tendencia a procrastinar y a la mala repetición, agradeceré siempre su pequeña mano empujando por el buen camino. También por supuesto a la editorial Centro Françoise Dolto, por confiar en estos tiempos en un poeta-¡qué raro me suena!- machucho y desconocido que hace lo que puede con su silencio.

No lo puedo negar, siempre me han fascinado las pérdidas, todas las pérdidas, las promesas que se saben incumplidas, el rayo de luz, tan fugaz, que desaparece en un instante, la efímera belleza de las flores del cerezo, el rocío que se va nada más amanecer, y por supuesto, lo imaginario y su dolor al caer los velos. De esto trata este libro, de los cielos que se le caen al mar.

Enrique Gómez Crespo