Análisis 34,  Fernando Martín Aduriz

Los que callan[1]


La misión de la filosofía es enseñar a la mosca a escapar del frasco, siendo nosotros las moscas, y el lenguaje el frasco. Es esta referencia a Wittgenstein, el punto central por el que propongo entender la excelente novela-ensayo de Rebeca García Nieto, una novelista-psicóloga o psicóloga-clínica-novelista, que ha titulado Los que callan. Ya desde el título estamos ante una referencia del lenguaje.

Salió al mismo tiempo, hace unos meses, el libro de Tom Wolfe, El reino del lenguaje, donde en contundente crítica a Chomsky, demuestra el poder del lenguaje como muestra de la supremacía del sapiens frente al resto de animales. Por eso cuando Murakami afirma que si abren su cerebro encontrarán cosas extrañísimas, podemos colegir que es precisamente el lugar donde no anidan nuestras cosas, pues si queremos captar la marca distintiva de alguien, sus cosas extrañas, tenemos que dirigirnos a su lenguaje, y leer ahí lo que muestra el sujeto del inconsciente, tan evidente como parece que el cerebro y el inconsciente no tienen nada en común.

De ahí que Wittgenstein fueran dos: el primer Wittgenstein, el del Tractatus, y el segundo Wittgenstein, el de Investigaciones filosóficas. Es precisamente cuando despliega los juegos del lenguaje, y cuando muestra que no es posible sostener más tiempo la equivocación entre literalidad y retórica. Fue mucho para alguien que pensaba con rigor psicótico.

Efectivamente así podemos leer la novela de García Nieto, como un ensayo acerca del lenguaje, como el intento de no subsumir la retórica en la literalidad. En los tiempos en que se detiene a humoristas, en que hay que tener mucho cuidado con las palabras, pues pueden llevarte a la cárcel según cómo juegues y en qué contexto. No hay que olvidar que el texto puede ser suicidado del contexto, y ya así dar un pretexto para los que no juegan con el lenguaje, para los que no juegan.

El personaje de Toni, magistralmente caracterizado como el de un discapacitado con la capacidad de ser capaz de despertar la logorrea, el llanto, su aplicación como objeto apto para captar limosnas, para despertar ternura, o para ser el único trabajador de una familia afectada por la enésima crisis de pobre, de esos pobres que acuden al recibidor del Señor, en la canción de Serrat. Ese personaje merece un lugar central en nuestra retina de personajes de novela que lograron con el tiempo pasar de ser personajes francamente olvidables a personajes inolvidables. Toni, el que calla.

Todo el ambiente que envuelve la novela es un ambiente muy actual, ahora, septiembre de 2019. Hemos de volver a votar. La escena se centra en un ya lejano/cercano 26 de junio de 2016 en que tuvimos que votar por segunda vez en dos años. La escritora parece intuir que las ficciones de Bentham regresaban, las que logran nuestro engaño vía la Telepredicadora, título nobiliario que se otorga en la novela con lucidez a la tonta caja.

Hay una escena memorable en el libro. Es en el capítulo titulado “Los Latin Kings y las niñas bien”. Toni, está en el Retiro, su monitor le ha dejado abandonado, por el banco cercano al lago del Palacio de Cristal se sientan latin kings y niñas del porfa porfa. Toni habla sin hablar, y se encamina hacia el lago, abraza a un pato en silencio, lo arropó con sus brazos como si quisiera evitar que cogiera frío. Las niñas al verlo se emocionan, hacen pucheros. Toni no habla el lenguaje de los otros. Es de los que callan. Es un hablar distinto.

Es un decir que permite el juego metafórico de fondo del libro. Es un decir silencioso, el oxímoron del silencio atronador de los oprimidos. De los que, en el decir de Simone de Beauvoir, hacen sin saberlo el juego del opresor. Siendo el opresor ese sujeto que hace suyo el lema siciliano: mandar es mejor que follar.

Como las primeras batallas las gana el lenguaje, digamos que esta novela es rabiosamente actual, habla de la pérdida notable que supone apostar por el lenguaje literal, ese que imbécilmente dice que no es no, como si entre no y no, no existiera un mundo del lenguaje lleno de historia. Cada año habrá menos palabras, vaticinó Orwell. El lenguaje que huye de la ironía, o lo que es peor el que piensa que el silencio no es un lenguaje, va camino de convertirse en el lenguaje que nos hará más sombríos y menos amantes del lazo social, lo que nos llevará a encriptarnos en los jardines de Rousseau, en su cultivo de paseantes solitarios. Hay un párrafo exquisito para verificar esa pérdida. Recrea la institución del piropo. Unos viejetes en un parque: aunque están aquí sentados hablando entre ellos, parecen vivir en otra época. Eso es particularmente evidente cuando alguna jovenzuela se pasea ante sus ojos cansados. Algunos malpensados creen que es vicio lo que contiene su mirada, pero lo cierto es que es pura nostalgia. Cuando los abueletes miran a las chicas, cuando los más osados les dicen algo bonito o incluso les silban como si estuvieran llamando a un perro o a la milana bonita, no las ven a ellas, sino a las mozas a través de las cuales un día, tiempo ha, aprendieron a soñar. Hermoso y contundente. Es lo que García Nieto evoca de Orwell: cada año habrá menos palabras, así el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño.

Estamos ante una novelista de largo recorrido, exquisita en las formas, pero honda en las referencias, llevándonos de Freud (No hace falta ser Freud para darse cuenta de que el ser humano nunca supera la fase anal), a Kafka (los mesías siempre llegan con un ligero retraso), pasando por Faulkner (Dios forma parte de la gente normal y corriente de Boston).

Finalista del Premio Herralde de novela, al igual que ya hiciera en Eric, la novela que ambientó en Manhattan, trata con amabilidad la metáfora, con elegancia y finura las formas retóricas que tanto agradecerá el lector inteligente, pero también nos introduce en la realidad de nuestro siglo, de estas primeras décadas.

No podemos escapar de lo que no existe, de la realidad. Estamos como el gato de Schrödinger. Estamos exiliados del lenguaje. Nuestra Patria no es la infancia, es el lenguaje. Todos somos los que callan. Y si el lector no está convencido, le propongo que lea Los que callan. Y luego hablamos.

[1] Reseña de Los que callan, de Rebeca García Nieto, WIPC, Madrid, 2019.

Fernando Martín Aduriz