Análisis 35,  Iara Bianchi

Si la vida no escarmentó, la pandemia tampoco…


Iara Bianchi[1]

Aquellos que creen, no necesitan pruebas.

Y para aquellos que no creen, ninguna prueba es suficiente.

Esta pandemia duele. Al que escribe, al que lee, al que vive con palabras sin tinta o sin voz. ¿Cómo distanciarse de algo que toca el cuerpo para darle voluntad de letra? Coincido con las palabras de Daniel Ripesi: “¿Qué nos impulsa a la escritura? En mi caso, creo que es la ansiedad, más o menos inocente, de llegar a descubrir lo que verdaderamente pienso… Como si el escrito fuera el testimonio de un diálogo conmigo mismo, con sus enojos y reconciliaciones, evasivas y exabruptos, temores y atrevimientos, pero lo más sincero posible, de modo que esa intimidad pueda construir (desde sus puntos más vacilantes) un pensamiento no previsto del todo”.

¿Estamos ante una “nueva normalidad”? Antes de la pandemia, observamos cambios de orden tecnológico y ya había teletrabajo en varias empresas. El impedimento de viajar, la reclusión o “aislamiento sanitario” (llamado en hartas ocasiones “aislamiento social”) son hechos que aceleraron ciertos procesos que venían sucediendo. Hay quienes afirman con rigor de certeza que en un futuro próximo no habrá más necesidad de ir a trabajar ni de congresos presenciales y que no hará falta hacer una revisión médica cara a cara. Con la educación, no expresan tanta efusividad erudita de futurismos inevitables. En este campo, hubo consenso entre los marketineros de lo venidero: se tratará de un híbrido, en lo que atañe al escalafón universitario. Además, vaticinan que las empresas contratarán a quienes tengan experiencia en la incumbencia pertinente y no necesariamente requerirán de un título universitario. En este esquema propuesto, los niños irían a los colegios y a los dieciocho se encerrarían en sus casas adaptadas para su desarrollo profesional, y luego no estudiarían una carrera universitaria porque no sería un requisito fundamental para el puesto. Ahora bien, ¡cómo nos cuesta pensar en varios escenarios posibles! ¿Acaso el mundo es uno? No es cuestión de divisiones continentales, caminando unas cuadras o conociendo a vecinos nos percatamos de que existen varios mundos.

En uno de esos mundos, no hay acceso a internet. El material bibliográfico virtual no remplazó a los libros. Los discos se volvieron reliquias para coleccionistas… Por supuesto, han cambiado cosas, pero nada tiene que ver con el renacimiento de un “nuevo” ser humano. “No hay progreso. Lo que se gana de una lado, se pierde del otro”[2]. Si no se sabe lo que se perdió, creemos que ganamos. Si se sabe, es una elección apostando a algo mejor: “La pérdida de objetos valiosos resulta ser con frecuencia una acción sacrificial destinada a evitar una desgracia esperada”[3], o en otro momento, un poco más optimista, nos aventuramos a perder algo valioso si nos topamos con la duda de si realmente se trata de algo tan valioso como suponíamos. Algunos osados, pierden sin nada a cambio más que la aparente emergencia azarosa de una valía; en esa elección, el valor mismo se imprime en esa pérdida. ¿Perder algo que desde el inicio no consideremos valioso a cambio de ganar algo valioso? ¡Imposible! Si se está negociando con un ser externo, es factible el artilugio del engaño. Aquí se está hablando de la negociación entre los otros que nos habitan. En esta situación, al menos, se pierde tiempo. El tiempo no es una unidad de cambio que se pueda invertir, ni vuelve atrás ni se detiene ni es rentable. Entonces, lo que habría que evaluar es en qué perder el tiempo. En ocasiones, devuelve retornando en otros formatos gratificantes. El tiempo no proporcionará más tiempo. ¿Todo tiempo pasado fue mejor? Tal vez para algunos, no para la humanidad. Todas las generaciones tienen sus particularidades positivas y negativas según los focos de percepción. Mientras que unos la pudieron pasar mejor, otros la pasaban peor, e inversamente. Por ejemplo, a duras penas continúa vigente la modalidad de juntarse a jugar a los naipes, a “matar el tiempo” en la vereda o en un bar; lo que insiste con ímpetu furioso es el ocio programado, donde se aprecia más el exprimir el tiempo, sacarle todo el jugo, que el matarlo[4]. Quienes proclaman que todo pasado fue mejor, probablemente tuvieron suerte o quizás olvidaron. Decía un escritor: “Era demasiado joven para saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a este artificio logramos sobrellevar el pasado”[5].

            La tecnología avanza y la pobreza de igual forma[6]. Probablemente existan casas que se construyan y se limpien solas, y así como desapareció el lechero, podrían desaparecer varios puestos de trabajo, reemplazados por sistemas o avances de ingeniería para maximizar la producción y abaratar costos. ¿Quiénes van a acceder a estas casas que se manejen solas? Pocos.

La brecha social será cada vez más grande, y todos querrán pertenecer a alguna que se aleje de la clase baja, la que no alcanzó con identificarla como “pobreza”, sino que se necesitó de la palabra “indigencia” para especificar la clase baja de la clase baja. Las clases media y alta también se están dividiendo en más estratos. No hay más esclavitud[7], hay oportunidades, hay múltiples formas de categorizar lo que siempre ha pasado en la historia de la humanidad: guerras, inequidad, abusos, riquezas, enemigos, guerras. También hay felicidad. ¡Que no todo es malo!

No hubo otra pandemia análoga debido a la facilidad de movilización y comunicación que brinda la actualidad. Se nos pega algo a algunos y es más fácil que se disemine. Por otro lado, hoy mismo se libran varias guerras en el mundo y más terroríficas que el covid-19. No nos recrimino, es humano que impacte más cuando tocan las puertas de nuestras moradas. Tampoco somos merecedores de la tenaz frase: “Mal de muchos, consuelo de tontos”. Los efectos de la vivencia de un caos son reales. No han surgido los temas, como en otros momentos históricos de la humanidad, de apocalipsis y de nuestra extinción. ¿Una lección aprendida? Sobrevivimos, y conocimos las ilusiones más reales: el vivir, la libertad y el no ser esclavo ni aún esclavo. Aún no sabemos cómo recuperarnos de las desilusiones, para continuar con otras. No se vive sin ilusiones. Las hay más y menos verdaderas, las que hacen avanzar y las que paralizan; frecuentemente logramos distinguirlas y hacer uso de ellas. Lo perturbador es que la desilusión se prolongue y se propague con tal magnitud que Japón ejecutó la creación de un “Ministerio de la Soledad” (desafortunado nombre, de igual forma se lo denominó en Inglaterra; otro mote desdichado es el Viceministerio “para la Suprema Felicidad Social del Pueblo”, creado en 2013 en Venezuela). En distinta medida, repercute en todos los países. Las depresiones, las angustias, las soledades y los suicidios son un problema acuciante. La ilusión de escaparse a un lugar mejor cuando todo empeora, está cayendo a pique. Esta pandemia, en la que se refleja un número de suicidios mayor, en Japón, al de muertes por covid-19, y que no evalúa angustias y depresiones a nivel mundial, está golpeando desde una multi-causalidad, sin recursos mínimos (psíquicos, materiales, sociales, etcétera), ni un lugar mejor ni un futuro mejor con los que soñar despierto. “Nada es más triste que la muerte de una ilusión”[8].

Cuando un amor se termina; cuando se produce un desencuentro que resquebraja; cuando un ser querido fallece y caen y no se regeneran las ilusiones de un porvenir compartido; cuando no se proyectan deseos; cuando ya no se siente hambre ni frío (porque aunque se esté famélico, todos tenemos hambre de chocolate y calor de valoración). Los seres humanos no soportamos el sobrevivir por el mero hecho de sobrevivir. Si sobrevivimos es porque auguramos un vivir, y también se sobrevive con la esperanza de donar vida a otros. Los que creemos que la muerte es un límite de la vida, anhelamos experiencias que alegren el alma. La vida es una secuencia (interrumpida en los mejores de los casos) de batallas; no me atrevo a pensarla como guerra. Se observan, se sienten, se ofrecen y se reciben: alivio, ternura, gratitud y placer (incluso en circunstancias terribles); condimentos indispensables para afrontar cualquier tormenta que se presente. Y el sol asoma, en nuestro espacio, o cerca, o en una lejanía similar; porque si tenemos ganas de batallar sin descanso y perseguir guerras por todo el globo, nunca faltarán. Que sigamos creyendo en héroes y en monstruos, es algo necio; también comprensible.

No podría desarrollar tanto aquí como para tener por horizonte una justicia retributiva con la realidad, que atañe a un complejo de contextos inabarcables.

Una caracterización teatral de una ficción que contiene verdades:

            Un canal de TV: “Se funde el país”. Otro canal de TV: “Quédate en casa”. Otro canal de TV: “Te quedan 48 horas para usar Tinder”. Todos asesinos, salvo los que se quedan en casa. La única excusa es no tener casa o comida. Todos asesinos, salvo el que sale de su casa a buscar comida o trabajar, si es “esencial” o si le es esencial. Los que se quedan en casa son los esclavos del sistema, los odiadores de los odiadores. En este escenario, no hay más posibilidades que dos ante una situación, y según la circunstancia varía la respuesta, siempre dicotómica: a favor, en contra; aquellos a los cuales los demás les importan, los que odian; orden, libertad.

Ojalá estuviera exagerando. La historia se repite con otros matices. Las masas tienen grupos diferentes y los grupos están conformados por individuos distintos. Si todos gritamos por nuestras batallas, con el mismo ímpetu y agresividad, somos serviles al caos.

Las batallas privadas son válidas e importantes. No obstante, no hagamos de nuestras batallas privadas las máximas universales.

Y si gritamos por los que no se los escucha… Quizá debamos hablar bien bajito, para comenzar a escucharlos, y darle lugar a su voz.

No desatendamos lo significativo de lo pequeño, que es lo que conforma lo grande. Un esbozo de ejemplo nimio: Cuando una publicación en las redes sociales nos parece horrorosa y escribimos un comentario manifestándolo, lo único que estamos haciendo es visibilizándolo y difundiéndolo, que figure y circule más; y hasta contribuimos a que ganen dinero con nuestro aporte colaborativo.

El coletazo del pasado y el germen del futuro están en la memoria del presente. “Somos la memoria que tenemos, y la responsabilidad que asumimos. Sin memoria no existimos, y sin responsabilidad, quizá, no merezcamos existir”[9].


[1] Iara Bianchi es Psicóloga y Psicoanalista en Buenos Aires. Directora editorial de “De inconscientes”.

[2] Jacques Lacan. Conferencias en las universidades norteamericanas (1975).

[3] Sigmund Freud. El interés por el psicoanálisis (1913).

[4] ¿Se dan cuenta de lo que digo? Está claro que en Suiza puede ser distinto. Por más advertido que se esté, vuelven a aparecer las coordenadas, las experiencias de vida, las de quienes conocemos. Uno habla desde un lugar, sobre todo cuando se escribe. En un diálogo con otros otros (y no con mis propios, semejantes y ajenos, otros), procuro que se despabilen el oído y la mirada, y hablaría de otra manera, dando espacio a escuchar otras coordenadas, que no se incluyeron en mis estadísticas, y que entonces podría surgir otra verdad.

[5] Gabriel García Márquez. El amor en los tiempos de cólera.

[6] Hay países ricos, pero no tanto como para construir muros tan fuertes, ni legales ni económicos, si estas pandemias continúan a esta velocidad de expansión. Si no quemarán, salpicarán con furia. Un juicio salomónico llevado a la práctica es simétricamente justo si el corte es transversal; aunque no sirvan sus partes, se le encontrará otra finalidad, otra lucha.

[7] No en el sentido estricto de la palabra.

[8] Esta frase es de Arthur Kessler Koestler. Agregaría que sí existe algo así de abrumador: Cuando la bronca obtura la tristeza porque nunca pudo configurarse ilusión alguna; o cuando se vive una desilusión incisivamente traumática a muy corta edad, que desemboca en un camino de rencor y venganza o de desconexión total con otros, que provoca daños irreversibles e irreparables, a excepción de una interacción que por persistente y oportuna parezca milagrosa.

[9] José Saramago.