Análisis 34,  Enrique Gómez Crespo

Los espejismos del amor: Stendhal, Chateaubriand y otros

Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.

Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz,

la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.

Me duele una mujer en todo el cuerpo

                                                                                              El amenazado (J.L.Borges)

Probablemente el poema de tema amoroso más antiguo conocido en el mundo, se escribió hace 4000 años en una tabla de arcilla en bellísimos y rúnicos caracteres cuneiformes: “esposo, déjame que te acaricie; mi caricia amorosa es más suave que la miel, en la cámara, llena de miel, deja que gocemos de tu radiante hermosura”. Eran las palabras de una mujer sumeria y enamorada, eran palabras de exaltación del encuentro amoroso. Así que como reza el título del libro de Ricardo Menéndez Salmón, parece que sólo la luz es más antigua que el amor.

En el siglo IV antes de Cristo, en torno al año 385, el filósofo ateniense Platón escribió uno de sus más bellos diálogos, El Banquete o Del amor; un magnífico ejemplo de literatura simposíaca, dedicado a Eros, el amor pasión, modalidad diferente a la philia, el cariño familiar, y al agápe, algo más espiritual y casto, sin la atracción sexual de por medio; un amor blanco que diría Margo Glantz. En este diálogo reúne a ocho personajes, entre los que se encuentra Sócrates, para explicar y desarrollar todas “las especies” del amor humano. Toda una teoría del amor, ó como decía el filósofo de Alopece en un exceso de presunción, la verdad sobre el amor. En el Banquete, el amor es un Dios, virtud y felicidad (Fedro), búsqueda de Afrodita, de la belleza (Pausanias), la unión de los contrarios (Erixímaco), la de los semejantes y el deseo de unidad de seres demediados (Aristófanes),  el Dios más hermoso, más delicado, el más tierno y sutil, el más gracioso, el más justo, el más temperante, fuerte y hábil (Agatón) y finalmente un daímon, un demonio, ser intermedio entre lo humano y lo divino, hijo de Poros (Dios de la abundancia) y de Penía (Diosa de la pobreza), cuyo único objeto es la belleza (Sócrates).

Y otro escrito dice: “Joven soldado que te alistas en esta nueva milicia, esfuérzate lo primero por encontrar el objeto digno de tu predilección; en seguida trata de interesar con tus ruegos a la que te cautiva, y en tercer lugar, gobiérnate de modo que tu amor viva largo tiempo.Así tú, que corres tras una mujer que te profese cariño perdurable, dedícate a frecuentar los lugares en los que se reúnen las bellas”. El poeta romano Ovidio, escribió estas sabias palabras en latín; es el Ars amandi o Ars amatoria, el arte de amar, un libro que podríamos denominar casi de autoayuda del siglo 2 a.C. Tres libros en uno, para enseñar y aprender a navegar, a gobernarse en las procelosas y turbias aguas del amor. Era por tanto un texto con vocación didáctica, de consejos y estrategias para conseguir el amor de una mujer y lo más difícil, poder conservarlo como decía, largo tiempo. El poeta romano, ya estaba advertido de que eso del amor era asunto de no poca importancia, pero inconsistente en su naturaleza, que va y viene sin atenerse a razón, que se mueve y muda como las aguas y los pájaros del cielo.

Son tres ejemplos del amor y las letras, tres intentos de decir algo sobre eso que nos eleva y arrebata, que nos roba la razón y nos conmueve, pero también nos perturba, sobre eso que en realidad no sabemos que es, porque es muchas cosas a la vez y ninguna. Porque en el amor, como decía Roland Barthes, la palabra, el significante, tiembla, se tambalea hasta hacerte dudar de si es posible su escritura, si es posible atrapar algo de su verdad. Porque siempre en el amor habrá algo de lo indecible, de lo intransferible, amores innombrables, a lo Marguerite Duras, fuera del lenguaje y de la razón, algo que la ciencia, por mucho que se insista en vincularlo con circuitos cerebrales y dopaminas, no puede ni podrá medir ni comprobar con sus métodos. “El ensueño del amor es inefable y querer fijarlo con palabras es matarlo para el presente, pues se cae en el análisis filosófico del placer” escribió Stendhal.

Y así llegamos a nuestros autores. Henri Beyle (Stendhal) no era idiota, Chateaubriand, tampoco; ambos sabían escribir con la mano de Afrodita y sólo por estas dos razones merece la pena leerlos y acercarse a su pensamiento. Además, ambos intentaron, como sus antecesores, decir algo sobre el amor, un amor al que le otorgaban un papel central en la vida de los hombres; ambos fueron conscientes de su aparente dicha, pero también de su condición inconsistente y de su dolor al caer. Los dos sabían que el amor era en definitiva un animal posesivo, efímero e imperfecto. Y solitario, el corazón es también un cazador solitario; nos lo advirtió Carson McCullers.

Stendhal, probablemente tras un amor no correspondido con la señora Matilde Viscontini-Dembowski, uno especial y contrariado de una lista generosa, escribió en 1822 Del amor, “viaje por las poco conocidas regiones del corazón humano”. Stendhal aun creía que las rutas del amor recorrían los territorios del corazón y no del cerebro. Un libro, sobre el que su editor Mongie, decía con fina ironía, que era sagrado porque nadie lo quería tocar. Al parecer un fracaso de ventas que no le importó demasiado, ya que él mismo, se reconocía como un autor que escribía solo para cien lectores, escritor de inmensas minorías. Del amor, porque quizás cuando se habla de amor casi siempre se está hablando de desamor y de su insoportable sufrimiento. Un libro extenso, que pretendía ser “una descripción exacta y científica, de una especie de locura muy rara en Francia”. Una psicología del amor, una descripción exacta tras un análisis científico y hasta matemático del proceso erótico. Tales eran sus pretensiones, pero explicar el amor es inútil, tan inútil como intentar explicar la belleza de la luz boreal en el inquietante mar de Barents. No existe una ciencia del Eros, sólo una sed de amar.

Pero es que, además, a pesar de tanta ciencia y matemática, de tanta razón y lógica, de tanto rigor en su estudio, Del amor es el libro de un verdadero romántico que llegó a decir, quizás exageradamente, que el amor era el más grande de sus negocios, incluso llegó a asegurar que fue el único, colocando a esta grave enfermedad que era el amor, en una posición absolutamente central en la escena humana. Son sus palabras: “se trata de ser amado o morir.”  Es el amor en su versión más letal y dramática. Y entonces, no puedo olvidarme de Jorge Luís Borges, ese genio sufriente por los asuntos del corazón, que nunca pensó en otra cosa en su larga vida y al que le dolía la mujer en todo el cuerpo: “Con toda tristeza descubro que me he pasado la vida entera pensando en una u otra mujer. Creí ver países, ciudades, pero siempre hubo una mujer para hacer de pantalla entre los objetos y yo. Yo creo que las mujeres no son demasiado importantes en Kafka. En mí sí lo son; yo no pienso en otra cosa. Yo creo que siempre estuve enamorado. La verdad es que el amor siempre me acompaña”.

Comprobamos en estas citas, que no es que únicamente la mujer amada, el amor, pueda darnos la felicidad, es que parece asunto incluso ontológico, que afecta al ser; es el “soy amado ergo sum”, solo soy si soy amado. Y es que, aunque sea un proceso inconsciente, todo amor se acaba viviendo como un juicio a todo nuestro ser, una enmienda a la totalidad, si se es amado uno sale absuelto y dichoso, si no, culpable y al cadalso. Es un estatus diferente del amor y no sin riesgos para los pobres amantes que ven como a veces el amor dura lo que duró la lluvia que los unió. El amado es el dueño del corazón, del ser y del destino. La persona soñada, porque todos los amores serán siempre los de nuestros sueños. Es todo pura hipérbole. Incluso dice Stendhal, que la impresión es tan violenta, que uno cree estar envenenado; la enamorada por ejemplo “alma sensible, enloquece por exceso de sentimiento y lo que es más, tiene la pretensión de ocultar su locura”. Y este es el amor del que habla Stendhal en el libro, especialmente del amor como pasión, como experiencia feliz pero desgarradora y extraña, de eso que para él ofrece al hombre las más altas cotas de felicidad y placer pero que duele. No es la única modalidad; distingue cuatro tipos de amor: el pasión, el amor placer, el amor físico y el amor vanidad. Pero es el primero el que nos interesa por su función y potencia.

Existe también un hermoso texto, Amor y vejez, que François-René de Chateaubriand escribió alrededor de 1830, cuando tenía aproximadamente 62 años (murió con casi 80). Es un escrito corto, bellísimo, que dicen meditación delirante, de un hombre arrobado, arrebatado por un amor que ya considera imposible por razón de edad. Pero el amor nunca quiere saber nada de límites ni de imposibles. Este texto, es la expresión del sentimiento trágico del amor, casi de la vida, la hiperestesia de los sentidos, como un nuevo pero no tan joven Werther, porque seguramente no haya amor que merezca la pena si no es excesivo y mortal, mortal y rosa. En él está nada más iniciarse, la idealización absoluta del objeto, de la mujer amada: “en una mujer hay una emanación de flor y de amor”, pero también otros elementos del amor pasión, del amor loco y perdido, del amor que nos agita y mata; elementos que comparte con Stendhal, y que son aun de absoluta actualidad en nuestras relaciones amorosas.

No lo podemos evitar, es nuestra idea del amor, la de la tradición en Occidente, porque nos guste o no, queramos o no admitirlo, siempre ha habido una estrecha relación, casi seducción, entre el amor y la muerte en nuestra vetusta civilización. Amor como pasión y por tanto como sufrimiento atroz. Cómo dice Denis de Rougemont, “Tristan e Isolda no se aman. Lo que aman es el amor, el hecho mismo de amar. Se necesitan el uno al otro para arder. Fue la tortura de amor lo que se pusieron a amar por sí misma”. Eros y Tánatos como caras de la misma moneda, Eros como elección en favor de la muerte, como decisión insondable del ser. Stendhal en Del amor, también parece reconocer esta extraña relación entre lo amoroso y el dolor y apunta en una nota a pie de página: “esta disposición a sacar más sufrimiento, a sacar más cosas infaustas que gozo de las afortunadas, es cosa que he creído ver a menudo en el amor”.

En ambos textos, Del amor y Amor y vejez, podemos encontrar rasgos de este amor que tras los años, Freud y Lacan trataron con otra mirada, con un abordaje distinto, el del psicoanálisis, más en contacto con lo real de lo humano. Si leemos atentamente a estos dos autores, a Stendhal y Chateaubriand, en estos dos textos, encontramos que, en su lucidez, ambos escritores, coetáneos por cierto, son conscientes de aspectos relacionados con la experiencia del amor que después fueron desarrollados por los psicoanalistas en sus textos y enseñanzas. Véase:  la dimensión imaginaria, fantasmática del amor, que el amor, en realidad, es una relación no solo con un sujeto concreto sino con un objeto con unas funciones y atributos determinados, que además sueña con la eternidad y con la propiedad privada de ese objeto, que exige seguridades porque odia las dudas y las incertidumbres, que nunca quiere ser sustituido ni desalojado, que quiere serlo todo para el partenaire y siempre, nunca objeto parcial sino total del deseo del otro, que el amor es una decisión absolutamente involuntaria e inconsciente, que anhela hacer de dos uno y anular la falta, incluso Stendhal parece haberse dado cuenta de una cierta división en el sujeto cuando dice: “apenas en su presencia, al enamorado se le produce una especie de borrachera en los ojos. Se siente inclinado a hacer, como un maniático cosas extrañas y experimenta la sensación de tener dos almas, una para hacer y otra para reprobar lo que hace”. Estos son los rasgos del amor en Stendhal y en Chateaubriand, de ese amor pasión que nos arrastra con su fuerza y su locura donde aparentemente no queremos ir y el “yo”, que cree estar controlándolo todo, en realidad ni está ni se le espera.

Qué es si no el concepto de cristalización de Stendhal, sino una forma de hacer referencia al momento preciso del nacimiento del amor, cuando se activa el velo de lo imaginario, de todo eso que no existe y se cree ver y existir, de ese espejismo en el desierto de la vida que es el amor. Dice Stendhal, que la cristalización es solución imaginaria, de tal forma que solo en nuestra imaginación estamos seguros de que existe tal perfección en la mujer que amamos y que en amor, no se goza sino de una ilusión que uno mismo se forja. Es como cuando una rama de aspecto absolutamente normal, se deja abandonada en las profundidades de las minas de sal en Salzburgo. Recogida al tiempo, estará recubierta de cristales brillantes, infinitos diamantes trémulos y deslumbradores, dice Stendhal; imposible reconocer la rama primitiva. Lo que yo llamo cristalización es una operación del espíritu que en todo suceso y en toda circunstancia descubre –yo añado, inventa– nuevas perfecciones. Pero lo imaginario tiene aspecto de verdad, hace semblante, y por ello Stendhal nos advierte con palabras inteligentes que“en esta pasión terrible, una cosa imaginada es siempre una cosa existente. Existente como engaño, porque como asegura el psicoanalista Manuel Fernández Blanco, el amor es aliado de la ignorancia y no es pasión lúcida, porque sólo en el engaño del amor se cree anular la castración y encontrar el objeto perdido.

En efecto, ¿qué es lo que se trasluce en definitiva en la relación imaginaria con este objeto encantador, como lo denominaba Chateaubriand?: pues precisamente la promesa de unidad, de completud y dicha plena, la delirante expectativa de hacer de dos uno, de creer, cuando se produce el encuentro, que tenemos lo que al otro le falta y viceversa, que el otro posee lo que me falta a mí. El amor pasión no entiende de seres en falta, una falta en ser que es además estructural, no entiende que buscamos al otro para un imposible, completarnos, para tapar lo que no se puede. Tampoco parece saber que la armonía entre los sexos no existe, que no hay relación sexual como dijo Lacan, que no es posible encontrar esa arcadia amorosa, esa única persona indudable de Borges, que el amor es en definitiva, un laberinto de malentendidos cuya salida no existe (J.A.Miller).

Y cuando lo soñamos, además lo soñamos eterno. El amor y la eternidad son pareja que se pierde en los tiempos y en las culturas. Ya la poesía popular de la Edad Media, la que cantaban los trovadores, recogía esta íntima relación de efectos habitualmente devastadores. Que nunca se termine el amor, como nunca dejan de llegar las olas de todos los mares a todas las playas del mundo. Y debe ser anhelo más humano que occidental, porque este amor como espejismo con ansias de eternidad, se puede encontrar igualmente en el mundo árabe. Estoy hablando del bellísimo tratado sobre el amor titulado El collar de la paloma, escrito en el siglo XI por Ibz Hazm (994-1064) en Játiva y en árabe clásico. No hay texto más hermoso sobre el amor. Dice: te amo con un amor inalterable/mientras tantos amores humanos no son más que espejismo. / Te consagro un amor puro y sin mácula: / en mis entrañas está visiblemente grabado y escrito tu cariño. / Si en mi espíritu hubiera otra cosa que tú, la arrancaría y desgarraría con / mis propias manos. / No quiero de ti otra cosa que amor: fuera de él no te pido nada. / Si lo consigo, la Tierra entera y la humanidad / serán para mí motas de polvo y los habitantes del país, insectos. Nada que añadir a este desgarro de amor sin límites que rebasa las fronteras de la razón humana.

Me parece también interesante hacer referencia a la comparación que Chateaubriand hace en un momento de su Amor y vejez entre la amistad y el amor y en este mismo sentido de lo imaginario de los afectos. Dice que mientras que la amistad alimenta muchas más ilusiones que el amor, estas son más duraderas y que por tanto, aunque crea ídolos, estos los ve siempre como los ha creado. “Sin embargo el amor se engaña a sí mismo; no te embriagues con él, dice, porque la ebriedad pasa. No vive de poesía, no se alimenta de gloria, al descubrir todos los días que el ídolo que creó pierde algo a sus ojos”. Así que el eromenos, el amado, el objeto de amor, debe ser consciente de esta operación de vaciamiento que hace el erastés, el sujeto del deseo, que antes lo colmó de los más excelsos atributos. Algo así defiende Madame de Lambert en su Tratado de la amistad (1736) que dice que la venda que ponemos al amor se la retiramos a la amistad que es más lúcida. Y apunta algo como Chateaubriand del carácter efímero de todo afecto, sea amor o amistad: pero cómo está escrito que todo sentimiento muere, y que los corazones más sólidos no pueden garantizar que conservarán siempre viva la llama de una nueva amistad; tampoco la del amor nam omne aeternum. Como ves, aunque me entregara a una locura, no estaría seguro de amarte mañana, lamenta Chateaubriand.

Como vemos, para estos autores, el amor no solamente es una ficción, una creación, un velo para tapar el goce que dirá Lacan después, un objeto nuevo para la pulsión, un puente entre goces solitarios, un talento maravilloso de la imaginación que algunas personas poseen como el don de hacer versos (Stendhal), algo poético, inventado, subjetivo, delirante; es también habitualmente una pasión que se termina, muchas veces incluso fugaz, aunque haya engaños que nos duren toda una vida. Quizás el amor solo sea una forma de luchar contra la falta que nos habita, contra nuestra soledad y el dolor de existir, aunque curiosamente, muchas veces no funciona y el propio amor, nos devuelve con frecuencia a la trágica soledad y al dolor. Lo dijo Friedrich Von Hardenberg (Novalis), estamos en soledad con todo lo que amamos y quien huye del dolor, no quiere ya amar más. Así que, para no enfermar, sigamos amando aunque duela.

Bibliografía

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De Marguenat de Courcelle, A.T (Madame de Lambert), Tratado sobre la amistad. Elba, 2019.

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Hazm Al-Andalusí, Ibn., El collar de la paloma. Hiperion, 2009.

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Enrique Gómez Crespo