Análisis 34,  Javier Carreño

El amor en los tiempos del Tinder[1]


Se habla mucho del amor. Siempre se ha hablado, desde el Alcibíades que nos recordó Lacan, pasando por Montaigne entre su esposa y su amante hasta los complejos de Freud llegando hoy a los tan actuales hombres, mujeres y viceberzas. El amor como esa coyuntura cruda que entremezcla pasión, necesidad, ideal y muy poco de cordura. Una palabra que ahonda en su estructura toda una suerte de males, verdades y dilemas episcopales por lo cual es muy difícil distinguir que tiene de elixir y que tiene de necesidad de vivir.

Al amor se le han adjudicado numerosas propiedades, como el fin de la neurosis que Freud administraba en contadas dosis o la sublimación final que amarraba la pulsión de muerte y el remedio para la apoptosis. Se ha dicho que es una pulsión de vida que se hibrida con la de muerte porque en sus derroteros lleva siempre pegado el goce más lastimero o la omnipotencia más tendente a ser nada, o sea cero. En fin que el amor siempre ha sido el lugar preferido por el deseo. El lugar perfecto para querer y no querer  y  a la vez que el blanco sea negro.

Y en esa tesitura tan humana, tan del lenguaje, los tiempos actuales se han tornado voraces. Su ambigüedad, su debilidad pero su profundo andamiaje son hoy caladero de los más íntimos sueños del neoliberalismo y de su equipaje. Es el amor ahora mercancía, emoción debida, crédito inagotable para los más insospechados trajes con los que se le pueda vestir. Nos atacan a diario los amores mercenarios, los cuentos de una rusa en un convento, de un hombre nigeriano al que algo le ha pasado pero internet le echa una mano. Amores extraños, humanos, respuesta a un mundo inmundo donde los lazos son precarios y donde ya no sabes si has amado o has traficado. El amor a mordiscos, amordazado, amortiguado con clausulas, deberes y ojo con los peques y la hipoteca a nombre de mi hermano. Es el amor atenazado, cómplice de un ideal del que no ha sido avisado. Atrás quedan los amoríos de Montaigne o de los reyes católicos que diferenciaban el amor de la necesidad o de la demanda castellana. Ahora manda un imperativo, un ideal neoliberal que torna el amor en un bien privativo, solo apto para usuarios Premium o algunos inconscientes desiderativos.

En fin que el amor en los tiempos del Tinder hace que el deseo del Otro se convierta en la obligación de un amor al x por ciento de interés. Un amor que se consuma y que nos consuma y qué con sumo gusto desaparezca para qué el amor verdadero nos encuentre perdidos en el umbral de una página de ofertas de membrillos o de restos de otro tiempo a los que lustrar sin brío.

[1] Texto escrito en O Hio, 12 de noviembre de 2019.

Javier Carreño