Análisis 34,  Fernando Martín Aduriz

De la poesía secreta[1]


Siempre que asisto a una Presentación de libros regreso a la pregunta clásica de por qué se escribe, pero también a la pregunta de cómo presentar un libro.

Muchas veces, demasiadas, asistimos a la exacerbación del culto a la personalidad del autor, a un concurso de egos, a poner la figura del autor en primer lugar, y a olvidarnos del libro. Otras veces el presentador del libro se constituye en el auténtico protagonista, y cuando se percata del tiempo que lleva hablando, en puro cebeterismo[1], exclama: ‘pero cedamos la palabra al autor que es el auténtico protagonista’. Creo que el auténtico protagonista de un acto como el de hoy es el libro, y que el autor se ha limitado a escribir en nombre de todos nosotros, a colocar, mejor que muchos de nosotros, las letras, los fonemas, los sintagmas, los puntos, la frase, el verso. A ordenarlo según una ley oculta que le delata. Pero usa las palabras que todos usamos, o a veces más, usa del acervo de nuestra mundo, de nuestra cultura, del saber del momento. Y nos lega su obra. Y su obra sigue aún cuando se “hayan cumplido las previsiones sucesorias”, como se decía eufemísticamente para referirse a la muerte del que tenía que morirse. Para heredar su abrigo. Este libro que hoy es presentado en sociedad seguirá leyéndose años, y quizá cuando se venda la biblioteca de nuestra casa, un buen día aparezca en el Rastro, y alguien lo compre una buena mañana de domingo, por evocar a Trapiello, de quien el autor ha tomado prestado el título de este libro.

Estos días he comentado a mucha gente que hoy era un día muy importante, porque seguramente estábamos ante uno de los mejores poetas que va a dar nuestra ciudad, e íbamos a escucharle hablar de su libro.

¿Qué me autoriza a decir que merece la pena la poesía de Enrique Gómez? No dispongo del saber poético del otro presentador, Julián Alonso, no entiendo de poesía cómo para ser crítico y presentar un libro de poesía. Simplemente he sospechado, al escuchar a Enrique, que se sabe que ahí habitaba un poeta, que su decir es poético. Que remedando a Balzac en Las ilusiones perdidas, en su vida “hace un esfuerzo de poesía”.

Hay una anécdota de Lorca y Neruda, que visitan un pequeño pueblo para dar una conferencia y no sale a recogerles nadie en la estación. Entonces caminan y se dirigen al lugar donde iba a darse la charla. Al llegar les dicen, hemos ido a buscarles pero ‘como no tenían pinta de poetas’ no les hemos reconocido. Y Lorca contesta: “es que somos de la poesía secreta”. La homofonía entre policía y poesía no impide que nos sirvamos de esa anécdota para poder definir a la poesía de Enrique Gómez como de poesía secreta.

Resolveríamos el entuerto de definir a la poesía de Enrique como secreta con la simple lectura de un poema tautológico del libro:

El tiempo es oro

pero

¿qué es el oro?

Es decir, la poesía es secreta, pero…¿secreta para quién? Propongo pensar que en primer lugar era secreta para Enrique. Que la poesía que no se comparte, que no sale del cajón, es poesía secreta. Encierra un secreto. El tiempo que Enrique se tomó para desvelar ese secreto consigo mismo, es el tiempo que ha precisado para seleccionar estos versos que hoy se presentan, y para seguir dejando, en tanto secretos a seguir guardando, los versos que hoy no se publican. Julián Alonso señala en el prólogo que Enrique “es hombre de pocos versos”. Quizá de pocos versos publicados.

Hasta hoy eran versos secretos, cuando ha podido desvelar ese secreto, nos lo puede comunicar a sus amigos, hoy ya sus lectores. Lo que más le deseo es que no pierda ni un lector, aunque comience con pocos. Mi idea es que serán legión quienes le vamos a llevar a ser un poeta menos secreto.

Pero también es poesía secreta porque su contenido bebe de las fuentes de su inconsciente, y así entronca con el nuestro y con sus preguntas y dudas, con sus temores y miedos, con el amor y el dolor, con la luz y el silencio, con la soledad y la angustia. Y es atrevida para poder decir de verdad lo que no nos atrevemos a decir los demás. Eso es lo que hace necesarios a los poetas en la ciudad, por eso necesitamos de los poetas, por eso constituyen la utilidad para nuestra vida, porque pueden atreverse a levantar nuestros secretos, que tenemos miedo de sentirnos solos, que queremos heredar el abrigo de nuestro padre, que envidiamos a las aves, que quizá ya sepamos que vivir sea esto, ver caer las cosas; que el lenguaje nació del grito, nació del llanto; y que todo sucede al amanecer, pero yo he visto muchos, y nada.

Finalmente, junto a otras resistencias, para salir de la poesía secreta a la poesía publicada tendrá que vencer la tentación que empuja a este poema suyo de la página 89:

Así como la verdad

no resplandece

cuando se mira y se cuenta,

igual la belleza,

que el poema no alcanza

cuando surgen las palabras.

El poema más bello

es siempre el no escrito.

Ahora, voy a dejar de hablar al libro, a los poemas que más me han conmovido, como espero que conmuevan al lector. 

He seleccionado cuatro, uno dedicado al padre, otro a la madre, el tercero al deseo, y el cuarto el poema que define y acota el silencio.

Primero Un día dejamos de reírnos.

Un día dejamos de reírnos.

Recuerdo,

que fue por algo cotidiano,

dos días de cielo gris

con su aguacero de cenizas,

y ya han pasado diez años.

Recuerdo,

que un día dejamos de reírnos,

porque leímos a un poeta

que la vida iba en serio

y terminaba mal.

Dejamos de reírnos, porque

otro dijo que todos construimos una cárcel

y yo añadí, y cavamos un pozo.

Dejé de reírme, ahora lo recuerdo,

Porque deseé la muerte de mi padre,

Para heredar su abrigo.

Segundo. Un poema dedicado a la madre, y al absurdo memorialismo obligatorio.

Sentada en el pasillo,

te han dejado allí por puta,

por mala o por vieja. Y ahora,

que olvidas con frecuencia

el nombre de tus hijos,

vendrá algún gilipollas

dos veces por semana

a hacerte jueguecitos

para la memoria. A ti,

que recordar,

no te conviene.

Tercero. Un poema dedicado al deseo.

Se me ha ido la mano

con esto de fingir

mi muerte.

Estoy asustado, oigo

en la habitación de al lado

voces amigas. Dicen

que mi deseo era

ser incinerado.

Cuarto. El bello y definitivo poema dedicado al silencio.

La mano interrumpe el goteo

Desde el grifo roto al agua.

La transparencia es infinita

Cloc, cloc, cloc. No es

por intervenir en la existencia,

es amor al silencio.

Finalmente, en el anhelo de que este segundo libro de la colección “Psicoanálisis, ciudad, y aledaños” haga lectores de poesía, decir que si el prólogo de Julián Alonso es tributario de la escritura de nuestro magno e irónico poeta palentino, el epílogo del autor hay que leerlo varias veces, o a mí me han hecho falta unas cuantas, pensando que me perdía algo, que trataba de buscar demasiado sentido, pero ese epílogo es una obra pedagógica, es una lección que contiene años de lecturas del autor, sintetizadas en tres/ cuatro folios. Un epílogo solidario del poema de la página 28, el poema que podría explicar un buen psicoanálisis, la lectura paciente de lo que se calla, o la afirmación-pregunta-asertode Jacques Lacan, ¿cuándo se verá que lo que prefiero es un discurso sin palabras? El poema que podría explicar la verdadera razón de la poesía secreta de Enrique Gómez:

Tantas palabras

y lo no dicho

es lo importante.


[1] Cebeterismo: neologismo acuñado en el interior del Ateneo de Palencia para definir por las siglas CBT el fenómeno social de la pesadez nombrada en la sabiduría popular con los términos de ‘coñazo’, ‘brasa’ y ‘turra’.

[1] Presentación del libro Esos cielos que se le caen al mar, de Enrique Gómez Crespo, Ateneo de Palencia, 4 de octubre de 2019.

Fernando Martín Aduriz