Análisis 37,  Fernando Martín Aduriz

Lo que al hablar no se debe decir

Fernando M. Aduriz [1]

Decía el judío escritor y poeta del siglo XIV, SEM TOB de Carrión, nacido en 1290, y en el decir de algunos poetas, el más grande del siglo tras el Arcipreste de Hita:

“Si el hablar vale un siclo de plata

Vale el callar un talento de oro”.

Lo que hablar quiere decir esconde lo que al hablar no se debe decir nunca. Y lo que hay que preservar como una gran conquista histórica de la civilización frente a la barbarie es la figura del secreto.

Escribí a ese respecto recientemente una columna en la prensa de mi ciudad:

Comienza en el siglo XV la andadura de la palabra castellana “secreto”. Su patria es latina: secretus, que es un participio pasado del verbo secerno. Este verbo contine el “se” (de separar) y el “cerno”, (de cribar o tamizar), y de ahí se va a discerno (discernir), a excerno (excremento), y secerno (secreción y secreto).

Ese origen apunta entonces a una operación de tamizar, que señala una separación entre lo público y lo oculto. A un lado el saber oculto, los deseos ocultos, los pensamientos ocultos, las intrigas, las recetas, objetos materiales como los cajones, los documentos secretos, los asuntos confidenciales que unos sí, pero otros no, han de conocer.

El universo conceptual es amplio, pero hoy sólo deseo centrarme en la amenaza que se cierne con la figura del secreto en relación a las nuevas formas de comunicación que tenemos, especialmente la mensajería instantánea, y ese recinto personal, ese último baluarte, cuasi-sagrado, que es un móvil por el que transitan imágenes íntimas, cartas de amor, confidencias amistosas.

La mera idea de secreto aparece como insoportable para quien se siente excluido. Pensemos en la conexión del secreto con los propios sentidos, desde el olfativo (“estar en el ajo”) hasta el auditivo (“secreto a voces”) para comprender la profundidad de los aledaños del secreto.

Y esa exclusión del secreto ajeno hace que se viole la intimidad y se crucen líneas rojas: parejas que fisgan los WhatsApp sin permiso, y después hacen uso del tripalium inquisitorial exigiendo confesión, padres que igualmente practican esa tortura psicológica en nombre de ideales honrados, jefes respecto a sus empleados, el poder estatal que mira y evalúa a ciudadanos con panópticos sofisticados, y mercados que indagan en nuestro estado de salud.

Algo se rompe cuando otro se apropia de nuestros secretos, de nuestro inalienable derecho al secreto (sean amoríos, cifras, deseos, proyectos, anhelos íntimos).

Es el secreto una gran conquista de la civilización a lo largo de los siglos, que ha evitado sufrimientos y violencias al erigirse como un invisible gigante que trae paz, equilibrio, sosiego, cordialidad, prudencia y respeto. ¡Hay que defender el secreto!

Propongo una primera línea de defensa, confrontar el refrán castellano, “Me lo callarás amigo, pero más me lo callarás si no te lo digo”, con la pregunta/aforismo de La Rochefoucauld: “¿Cómo pretendemos que otro guarde nuestro secreto si nosotros mismos no somos capaces de hacerlo”?

            En realidad, si existe un recinto donde se puede decir al hablar el secreto, ese lugar se llama diván del psicoanalista. Ocurre que el secreto que allí interesa de verdad no es sólo el secreto que un analizante tiene con los demás semejantes con quien se topa en su vida. Lo que le va a permitir el gran giro subjetivo es desenvolver el secreto oculto para sí mismo. Aquello que al hablar se ha tratado de auto esconder durante mucho tiempo, pagando un alto precio por ello. Eso que fuera del consultorio del psicoanalista no se debe decir nunca, es justo lo que se debe decir allí dentro, pero no para seguir callando el gran secreto de la historia de cada uno.

En especial hay que dar con el secreto esencial que de uno mismo se desconoce.


[1] Psicoanalista miembro de la ELP-AMP.