Análisis 37,  Ángela González Delgado,  Enrique Gómez Crespo

Arriesgarse a la palabra poética, a la palabra Otra[1]

Ángela González [2] y Enrique Gómez [3]

Si existe un espacio simbólico en el que podamos plantearnos el enigma de lo que hablar quiere decir, esa hiancia irreductible, este será el del lenguaje poético. No es el único, por supuesto, pero sin duda es uno de ellos. Los versos están hechos de secretos y oscuridades y leer un poema, el que deja rastro y sombra de lo que se fue, de lo que se acaba de ir, de lo que nunca acaba de aparecer, es como mirar al mar, una espada. Sólo hay una forma de hacerlo, a lo lejos, la mirada en el horizonte y en el silencio del que todo procede; a lo Octavio Paz, oyendo al lenguaje como quien oye llover, ni atento ni distraído, como la atención flotante del diván, manar de apariciones y resurrecciones. Percibiendo, o al menos intentándolo, su indiferente inmensidad, la que te habla de tu condición de misterio, insignificante y transitoria, la que te habla de tu destino en el no saber. No saber bien quién eres ni qué estás diciendo, o mejor, qué se está intentando decir, entendiendo, quizás sea un exceso, que lo que se dice se desea callar. Porque el poema es también el lugar donde callar y el poeta, siempre ha reconocido una suerte de rapto, un extrañamiento, una cierta aparición. Aparición de la palabra, no la de la compra en los mercados ni la que dice “te amaré lo que dure la lluvia que nos unió”, sino la palabra del desconocimiento y el susto, la que posee y arrebata, una palabra Otra que divide y nos exilia para siempre del centro y la unidad buscada.

Una ausencia, un vacío que se intuye nos habita, una inseguridad latente en la autoría. Ese vacío en torno al cual todo arte, como dijo Lacan, es un cierto modo de organización. Intento de hacer de lo imposible algo posible. Por eso precisamente un poema nunca se termina, siempre se abandona, porque como aseguraba Juan Carlos Onetti, no hay plano para llegar al tesoro, no se puede escribir poesía con propósitos, es un algo que surge en medio de la rutina de ser yo, una iluminación, cierta vivencia distinta del lenguaje. Como decía José Ángel Valente en A modo de esperanza, “cruzo un desierto y su secreta desolación sin nombre”. Estos son los territorios de los poemas, anecúmenes simbólicos, inhabitados por inhabitables.

El poeta mexicano Alberto Blanco, se acerca al clavo que da en el clavo. La poesía es un lenguaje que sirve para escuchar algo que no sabemos por qué viene ni de donde viene; lo que sabemos es simplemente que sucede. ¡Qué triste el lenguaje que no está perdido, que siempre cree que sabe lo que quiere decir, qué triste si solo está al servicio de la ilusión de entenderse! Por eso hay que atreverse a la palabra en su dimensión poética, por eso hay que dejarse usar por una palabra que desconocemos qué quiere decir.


[1] Texto aparecido en “Decires”, boletín de la ELP en España con motivo de las Jornadas ELP “Lo que hablar quiere decir”, Madrid, 2 y 3 de diciembre de 2023.

[2] Psicoanalista miembro de la ELP- AMP, Directora de la Comunidad ELP de Castilla y León.

[3] Poeta, Geógrafo, autor de “Esos cielos que se le caen al mar”, socio de la sede de Palencia de la Comunidad ELP de Castilla y León.