Análisis 36,  Enrique Gómez Crespo

La mancha

Enrique Gómez[1]

Le gustaba visitar ciudades en las que fuera un absoluto desconocido. Pasear como un flâneur solitario por las calles con la certeza del anonimato. Era como estar a salvo, protegido del panóptico del Otro que todo lo vigila, de sus amenazantes miradas, de sus juicios implacables, de sus demandas y asfixiantes deseos, de su densa e indudable maldad. Buscaba además, contrarrestar la extrañeza del aire urbano nuevo, con la hospitalidad de las librerías de cierto estilo, con una luz y una atmósfera determinada. Le apasionaban las librerías con alma de catedral, esas en las que se respira una cierta quietud, donde encuentra un lugar el espíritu que busca reposo.

Afortunadamente, no le era difícil disfrutar de este tipo de situaciones, es más, por su trabajo, le tocaba viajar con bastante frecuencia. Y especialmente, en los días en los que la melancolía le atrapaba como si fuera un amor imposible, tenía la vaga sensación de que realmente viajamos para separarnos de nosotros, para tomarnos, si es posible, un descanso de lo que somos, por ver si algo nuevo surge en el camino, porque lo importante era precisamente el camino. El paisaje que veía pasar cuando iba en tren, y que en parte le tranquilizaba, lo consideraba solo una metáfora de él mismo; eso que parece que se marcha y se aleja; lo que dejamos atrás, somos nosotros, que queremos desaparecer un poco o desistir de nuestra cansona identidad, aunque solo sea por un instante o como inútil intento. Pero al final, esto es una quimera, y por mucho que corramos o muchos aviones o trenes que cojamos, la muerte, el vacío y la angustia, siempre van con nosotros, siempre nos acompañan, imposible darles esquinazo.

   En concreto, de aquella librería de aquella ciudad, le llamó la atención el enorme escaparate con el aspecto de un mar en calma y la puerta de forja casi medieval. Andar entre sus estanterías, repletas de libros ordenados por secciones, era para él como pasear por senderos verdes al atardecer, un momento de descanso, de plácida dicha, un alejamiento del caos del mundo. Le entristecía reconocer que él, en la época de los sueños, en la cándida e ingenua juventud, nunca los había tenido, que jamás había sentido el poder vivificante de un afán, ya fuera una identidad, una profesión o un proyecto ilusionante y disparatado. Creía, y no con absoluta seguridad, que quizás el único que podría reconocer, si lo pensaba bien, era el de haber sido escritor; eso sí que le hubiera gustado. Así que cuando entraba en una librería, siempre albergaba la esperanza imposible y delirante de encontrar un libro que hubiera sido escrito por él. Ese libro que habría sido redactado sin su conocimiento, en las oscuras y densas nieblas de la absoluta inconsciencia, sin su participación real. Un libro que no podía ser.

Por otro lado, hacía ya tiempo que no sentía la imperiosa necesidad de robar, esa fuerza irrefrenable que le obligaba a esconder algunos pequeños volúmenes en el abrigo, en la mochila o incluso, aunque parezca imposible, en el paraguas. Y esta contención, este aparente triunfo de la voluntad, le daba cierta sensación de poder, de autodominio, una cierta tranquilidad que le resultaba necesaria y agradable. Desde que era pequeño, nunca pudo soportar que alguien o algo pusiera en entredicho su absoluta autonomía como sujeto, que algo se hiciera dueño de su vida, que un poder superior lo esclavizara. Por eso odiaba al cuerpo y sus constantes servidumbres, por eso odiaba las palabras y su carácter invasor, por eso tampoco aceptaba el amor, con sus negros abismos, oscuros como la inquietante hondura del Maelström.

Estaba mirando con cierto detenimiento en la estantería de “Miscelánea”, cuando un destello de algo conocido desde hacía mucho tiempo lo deslumbró. Entre la mezcla de ejemplares, pudo ver el lomo amarillo y azul celeste de un libro descatalogado que llevaba buscando más de un año y del que no parecía quedar ningún ejemplar, ni nuevo ni de segunda mano, en ningún lugar. Ese libro, que trataba sobre la invención del mar y la costa en el siglo XVIII, se había convertido en una autentica obsesión, casi un fetiche, y hubiera pagado por él lo que le hubieran pedido, estaba seguro, incluso cantidades exageradas. Sin saber muy bien la razón, tenía la esperanza de encontrar entre sus páginas algo del saber que pudiera, si no cambiar, al menos sí orientar mejor su difícil existencia, sacarla por unos instantes de esa incómoda sensación de hastío y nadería que siempre le acompañaba. En cada nuevo libro, entre sus páginas y palabras, soñaba con dar con algún rastro de una determinada belleza que, desde que tenía recuerdos, necesitaba para vivir, algo que le ofreciera una consistencia casi material y le ayudara a sostenerse mejor en el mundo. La belleza de las palabras, y no su significado, tenía para él esa virtud que nunca había podido encontrar en las otras manifestaciones del arte, salvo quizás en la música polifónica del renacimiento.

Con signos evidentes de inquietud, casi de incredulidad y hasta con cierto temor, tomó el libro con sensación de estar accediendo a algo realmente importante, casi totémico y recordó a Freud. El corazón se le aceleraba, notaba ya cierta sudoración generalizada y las manos, ligeramente húmedas, le temblaban levemente. Era una sensación muy parecida a la que recordaba cuando podía acceder a un cuerpo nuevo con su para él, inevitable dosis de gozosa culpa. Efectivamente, era el libro buscado, el objeto fundamental y necesario, lo de siempre. Y además, increíblemente, estaba en perfecto estado y su precio era normal, veinte euros. Afortunadamente, el ejemplar pertenecía a la selecta edición de 1993 de la exclusiva editorial argentina Athenaeum, la que añadía unas más que interesantes y hasta bellísimas notas al pie de cada página y no concentradas al final del texto. Esto, aunque pudiera parecer algo lateral, no lo era en absoluto, ya que permitía una lectura más rápida y cómoda. No le hubiera extrañado que, debido al paso del tiempo, hubiera presentado algunos signos evidentes de deterioro, alguna suciedad o desperfecto, o lo más habitual, ese ligero tono amarillento en las hojas que indica que el libro llevaba muchos años en la estantería o peor aún, en un almacén de libros ya definitivamente olvidados. En principio, cosas sin demasiada importancia, pero que para él hubieran supuesto un problema muy difícil de aceptar.

Con la intención de dirigirse a pagar y un más que evidente júbilo interior, miró al mostrador donde se encontraba el librero, el cual, en ese momento, estaba comprobando algo con suma atención en la caja registradora. No lo podía evitar, cuando miraba a alguien, en bastantes ocasiones, recibía inmediatamente y sin saber porqué, cierta información sobre lo más secreto del carácter de la persona observada, algo sobre la verdad de su ser, percepciones y certezas de carácter profundamente psicológico que surgían como verdades indudables. En ese caso, la forma en que el dueño de la tienda observaba los billetes, en absoluto silencio, y su modo casi obsceno de tocarlos, revelaba una relación con el dinero que indicaba una avaricia desmedida y por supuesto, una cierta indiferencia hacia los demás seres humanos, individuos que seguramente, solo serían valorados como fuente de vulgares ingresos, gente de la que poder aprovecharse sin más. Además, esta percepción, venía reforzada por su aspecto físico y su forma de vestir. Para él la ropa, era una manera muy común de esconder los aspectos más perversos de la personalidad y de aparentar lo que no se es. Pura estrategia de camuflaje social, un disfraz, una máscara más en el gran baile de máscaras y trampas que era la vida, una mentira sumamente sutil en un mundo despreciable de significados lamentablemente no exactos.

No obstante, había algo más, siempre había algo más. Él nunca se fiaba de los individuos con aspecto excesivamente intelectual y distinguido y este sin duda lo tenía. Pelo bien arreglado, corto y canoso, de ese tipo que otorgaba un evidente atractivo a los hombres de mediana edad; gafas de pasta color azul, muy modernas, contrastando con una piel más bien pálida, perfectamente afeitado y labios gruesos pero no demasiado, con un rictus en la boca que trasmitía una más que posible tensión sexual irrefrenable en los momentos adecuados. Era lo que las mujeres denominarían un malote, un varón rijoso y salaz, pero con aspecto de ilustrado, moderadamente sinvergüenza pero leído, alguien desde luego muy deseable para el sexo femenino que siempre busca esta suerte de esquizofrenia en el carácter del hombre, educado en la mesa pero salvaje entre las sábanas. Remataba su figura, un polo negro de cuello alto muy fino, la americana de espiga de un verde apagado y lo que parecían unos preciosos y elegantes pantalones ligeramente pegados de los que únicamente podía observar media pierna, la izquierda. Al haber una caja delante, no podía ver los zapatos, pero estaba seguro de que serían de ante, marrones oscuro con algún detalle de color, quizás unos cordones también azules como las gafas o rojos, como los botones de la americana. Un tipo desde luego muy cuidado, como recién salido de un catálogo de moda, sin exceso de carnes, y con una altura considerable, quizás metro ochenta y dos, alguien envidiado seguro por otros hombres, y muy probablemente soltero. Aquel librero representaba sin duda lo que a él le hubiera gustado ser y parecer si las leyes de Mendel y una deficiente educación en un ambiente proletario no lo hubieran evitado.

Lentos, extremadamente lentos y silenciosos fueron los pasos que le aproximaron al mostrador donde pagar para poder hacer definitivamente suyo el libro. Era como si deseara alargar el tiempo, un tiempo maravilloso que sabía que no volvería. No pudo evitar recordar a F. S. Fitzgerald cuando aquel extraño día en Nueva York experimentó, entre edificios y un cielo de colores imposibles, una singular y casi inefable sensación de dicha, una plenitud consciente e irrepetible. Nunca volvería ser así de feliz y en ese momento, con el libro en sus manos, él también sintió algo así, una suerte de éxtasis neoyorkino.

Sin duda, notaba una cierta hiperestesia de los sentidos. Todas las sensaciones eran en aquel momento especialmente intensas, incluso molestas, hasta el tacto con el billete no era normal y además de la esperada percepción en las manos, surgía una suerte de conexión con el interior de su cuerpo, como si un cable imaginario uniera las yemas de los dedos con su abdomen. Intentando disimular la ansiedad, dejó el dinero encima del mostrador, mientras intercambiaba una fugaz mirada con el librero. El “contacto” con los ojos confirmó inmediatamente unas sospechas que ya no lo eran. Cogió la bolsa marrón de papel con el libro y salió a la calle.

Y la luz de aquella primavera lo acompañaba todo. Una luz hermosa e inquietante que borraba en parte la realidad y la volvía monocroma, como si el mundo se viera a través de un velo. Era la luz de los locos y los poetas. Violenta y terrible, nadie parecía percibir el dolor que irradiaba, su origen cósmico e inhumano, la imposibilidad de nombrarla. Como hacía siempre, buscando congelar la belleza del sueño, el inigualable instante de la promesa que después nunca se cumple, decide, antes de continuar con su jornada, disfrutar unos minutos de la nueva adquisición en el coche. Manipular el libro por puro placer, leer aleatoriamente alguna frase o párrafo buscando la belleza o la verdad, algo que se quede en el cuerpo como una satisfacción, el germen de una decepción futura. Creyendo como siempre, que en el próximo libro encontrará esa mirada al mundo que le va a calmar, lo saca con cuidado de la bolsa y lo abre con suma delectación. Inmediatamente, comprueba horrorizado, que hay una mancha en medio de la página 19. No es muy grande ni se nota demasiado, tampoco dificulta la lectura, pero no puede soportar que su fastuoso tesoro, aquello que es causa y fin de su más arrebatador deseo, no posea el extraño don de la perfección. Escucha entonces gritos de gaviotas y cree que le persiguen pájaros azules con ojos llenos de sal.

Lamentablemente, piensa, que siempre sucede lo mismo, que nunca es nada del todo, nunca lo completo o lo perfecto, jamás lo sublime, lo que cierra el círculo exacto, que en todo hay una falta, un error imposible de evitar, una carencia, una cojera perceptible por muy leve que sea. La maldita teoría de los paquetes completos de su hermano mayor, oída en su casa desde su infancia, como forma de justificar que al lado de lo que nos fascina, está siempre, en el mismo paquete, lo insoportable, el omnipresente excremento. Y así en los sueños y en la realidad, en los amigos, en los trabajos, en las casas, en las carreras universitarias, también en los viajes por muy preparados que estén, y por supuesto en el amor, que te obliga siempre a aceptar que junto con él, viene de la mano el aburrimiento, la apatía, el egoísmo, la mentira, la indiferencia, ese gesto insoportable, y al final, y casi sin darte cuenta, el odio y el asco. Que, junto a la plenitud, se encuentra siempre lo que la debilita y la hace imposible.

Y un paisaje abismado se presentó en lo que hacía solo un instante era un lugar seguro y en calma. Una ciudad, en donde había sido posible el milagro de una dicha casi sin mácula, era ahora de nuevo la casa de la mierda de siempre. Y sabía, por supuesto que sabía, pero no le importaba nada ese saber. Sabía que su parte razonable y analítica no había sido abolida, de hecho, esto nunca ocurría, sabía que aquella pequeña y casi imperceptible mancha en la página 19 no tenía la menor importancia en comparación con el fantástico hallazgo de un libro que ya daba por perdido, y sabía que no había solución, que ese era el único ejemplar que podría conseguir; no existía la más mínima posibilidad de hacer ningún cambio. Sabía también por supuesto, que la existencia, siempre tan parca en dones, le había hecho un maravilloso regalo. Sin embargo, todas las neuronas puestas al servicio de esa lógica compartida, no eran capaces de disolver, aunque fuera levemente, ese núcleo de desasosiego y angustia, y reconoció entonces, que era cierto lo que le dijo aquel día su amigo GMG, que la razón era una casa demasiado pequeña para el hombre, que nunca podría explicar el núcleo más íntimo de su dolor.

De nuevo, volvió a su memoria, la historia de la alubia que cuando era solo un niño, plantó por indicación de su profesora en el balcón de su casa, concretamente en un tiesto del color de las delicadas vasijas de terra sigillata hispánica que le había dejado su madre. Se trataba de que los alumnos pudieran observar el nacimiento y desarrollo de un vegetal cualquiera, hasta que este diera nuevos frutos. Era el milagro de la vida en directo y sin salir de casa, el eterno horror de la reproducción, pensaba él, en una simple maceta en el balcón. Pero, ¡¡oh Dios mío!!! su alubia nació mal. Lamentablemente fue uno de esos seres deformes, señalados por el dedo de un dios terrible, condenados a llevar para siempre una existencia marcada por la inmisericorde y cruel genética, esa madrastra malvada e indiferente que desconoce la lástima y la piedad.

Así, que no pudo soportar a su alubia débil y discapacitada, y lleno de rabia por su mala suerte, incapaz de sentir la más mínima ternura ante lo imperfecto, en un ataque de odio y asco a la existencia que ya sospechaba, implacable, la aplastó primero para después arrancarla y tirarla al cubo de la basura entre unas lágrimas calientes y saladas que esa vez no pudo reprimir. En ningún momento fue posible siquiera la simple indiferencia que en algunas ocasiones se siente ante lo erróneo, ese dejar pasar por alto sin darlo más importancia. Aquella minúscula tara pesaba demasiado, tanto como el mayor de los pecados, algo insoslayable, y él, por supuesto, no tenía la más mínima intención de presenciar día tras día como un ser así se afianzaba estúpidamente en la tierra oscura, entre los hermosos rayos del sol de mayo, que además no merecía. Esas ridículas luchas por existir al precio que fuera, le producían una intensa sensación de rechazo imposible de evitar. Esta fue su primera declaración de intenciones ante esa vida que, estaba convencido, que siempre nos busca para un sufrimiento absurdo y sin el más mínimo sentido. Una desdicha con la que, por cierto, parece que nosotros, además, deseamos consentir y colaborar con una extraña sensación de heroísmo que él no podía compartir. Lo consideraba algo similar a la servidumbre voluntaria de la que había hablado Étienne de La Boétie en el siglo XVI, una indignidad que debía ser evitada. Sin duda, él también ignoraba, como decía aquel uruguayo acostado, lo glorioso de luchar para un fracaso seguro y sin embargo, persistir.

El libro y su mancha, eran una reedición actualizada de su alubia infantil, el terrible objeto de sus esperanzas y por ello, también de su dolor, de la inevitable aridez del mundo. Por ello, volvió inmediatamente a la librería, a sabiendas de la absoluta inutilidad de su nueva visita. Pero necesitaba decirlo, intentarlo al menos. Quizás mágicamente, el problema se resolviera en el camino, en el trayecto del coche a la librería, a veces esas cosas pasaban, los milagros, pensaba, también existen, y si no al menos, alguien se haría cargo de su desdicha, como si el otro pudiera ser el contenedor de sus penas y desvelos, al fin y al cabo, pensó, eso eran ahora los grupos de WhatsApp a los que pertenecía. Sabía que contarlo, ponerlo en palabras, convertirlo en grito articulado, siempre servía, buscar a un chivo expiatorio también, alguien que imaginariamente pudiera ser, de alguna forma, el responsable de lo que nunca sale bien, de lo que siempre cojea. 

Y ya no hubo luz, ni calles, ni sombras en las fachadas que marcan el paso del tiempo. Tampoco había tiempo, solo unos latidos violentos y premonitorios. Los latidos de recuerdo del último latido y respiración, una sensación en el cuerpo primitiva y angustiosa, un cuerpo sin texto.

El librero silencioso examinó con sumo cuidado el libro. Se le notaba que era de esos profesionales que aman los libros; lo tomó en sus manos y lo revisó cómo esos carpinteros que acarician la madera como si fuera un cuerpo deseado, presto para el examen previo, ese que te confirma o no la belleza. Inexplicablemente en la página 19 no había mancha alguna. No lo podía entender, pero era absolutamente cierto. Ni en la 19, ni en la 29, ni en la 39 había una mancha. De hecho, no había ni rastro de un defecto en las 383 páginas del libro.

Ligeramente inquieto volvió al coche, abrió de nuevo el libro y allí estaba otra vez la mancha en la página 19. Cerro los ojos, los abrió y allí estaba. Pensó un poco, no encontró explicación y se echó a llorar ante la inminente confirmación de la locura. Sin tener consciencia exacta de lo que había pasado, se vio de nuevo delante de la puerta de la librería que ya había cerrado. Golpeó la puerta con los puños, y sintió miedo al ver sus propios ojos reflejados en el cristal.

El librero, salido del catálogo de moda, desconcertado, le conduce al interior de la librería, sospechando ya la inestabilidad psicológica del cliente. Como último recurso, le plantea la posibilidad remota de un problema ocular en el vitreo, ese gel transparente que ocupa la cavidad interna del ojo y que cuando se deteriora, provoca esas manchas tan molestas que llaman popularmente “moscas”, especialmente perceptibles cuando se mira a una superficie monocroma, como es en caso de una pared blanca o el cielo en las horas vulnerables del amanecer.

Pero es evidente que ese no es el problema. En la librería no ve la mancha. Si tuviera ese defecto ocular, por cierto, tan extendido, la mancha se vería en el coche y en cualquier otro lugar o libro. Y no era el caso. Se enfada muchísimo y el librero también. Intercambian palabras subidas de tono, se insultan y llegan a las manos. En un ataque de ira, como con la alubia, nuestro hombre acierta con el abrecartas en el cuello del librero. La cuchillada es increíblemente certera en la yugular y eso que su padre, cuando cazaban juntos, siempre le reprochaba su falta de puntería y el gasto insensato en munición. La sangre abundante, que brotaba con generosidad, no le preocupó en absoluto, porque el libro estaba a buen recaudo. Imposible que se pudiera manchar.

Asustado, salió de allí y se metió por tercera vez en su coche. A pesar de la trágica situación, abrió de nuevo el libro en la página 19 para hacer una última comprobación y allí por supuesto, estaba la mancha. Sin embargo, en esta ocasión, se dio cuenta de un detalle distinto: la mancha se desplazaba ligeramente cuando el movía su cabeza. El problema no estaba en el libro ni en el ojo. La mancha era en realidad la sombra de una suciedad que había en el parabrisas del coche. ¡Cómo no se había dado cuenta antes!. Por fin todo se había arreglado, por fin todo encajaba. El libro estaba en perfecto estado. Sintió un enorme alivio, aunque ahí afuera, a escasos metros, había un muerto.


[1] Enrique Gómez es geógrafo. Poeta, autor de Esos ciruelos que se le caen al mar. Participante en el SCF de CyL. Socio de la sede de Palencia de la ELP. Actual Presidente del Ateneo de Palencia.