Análisis 36,  Claudia Do Minh

Elogio a la ventana

Claudia Do Minh

Se escapa entre nuestros dedos la existencia que transcurre con los días, sin poder parar la rueda, lo que podemos hacer es aprender a observar el continuo cambio del existir, aceptando su mutabilidad, pero la mayoría de las veces nuestros actos tienen la desesperación de la fijación. El miedo al devenir, a ser una hoja que cae al agua, nos insta a delimitar y con ello a edificar, construyendo un lenguaje, unas convenciones y una comunicación que a la vez que es puente es cárcel.

¿Es el lenguaje las raíces que nos atan a este mundo? y ¿las hojas, las flores? quizás éstas son el cuerpo que ansía la luz, ser tocado con una caricia que lo cubra, que lo modele, que lo haga sentir su propia finitud. El cuerpo es como la ventana del poema de Rilke, “que separa y reúne, /presencia del azar / punto de anclaje que compensa entre nosotros / los grandes excesos del mundo exterior.” Es nuestro puente no verbal al mundo, nuestra ventana, para Schopenhauer el mediador entre el mundo de la representación y la voluntad (el hálito de vida, la cosa-en-sí Kantiana), ya que comenzamos con él para conocer los fenómenos y para conocer el sujeto, a pesar de que el único conocimiento al que puede acceder el sujeto es el cuerpo como objeto, la paradoja está en que la autoconciencia nos permite reconocer el cuerpo como una manifestación de la voluntad en sí misma y, a su vez, como parte del mundo de la representación. También podríamos decir que nuestra percepción del cuerpo se amplía con los ojos del amado, movidos por la ilusión de la unión con el Otro, a veces le delegamos con la tarea de creador, de espejo que nos refleja, lo cual conlleva el placer de nuestra propia desunión al dividirnos en dos, al sentir la mirada del otro como nuestra. Quizás ese sea el deseo último y preciado, la comunión con el todo, esa verdadera aceptación de la mutabilidad de la vida en tensión con la pulsación de la individualidad, del impulso primario de dejar la huella, de marcar al Otro. Para escapar de un devenir inconexo, edificamos una narrativa, unas obras y hechos que junto con ese instinto animal de marcar un territorio son motores de grandes obras de arte que nos nutren. En la cultura occidental, al artista se le elevó a la categoría de genio y su firma, la “huella”, cobró una importancia esencial como parte de la obra de arte; a diferencia de la pintura oriental, donde tradicionalmente el autor no firmaba e incluso cada dueño de la obra iba introduciendo un nuevo sello en la pintura, siendo así transformada y marcada por el tiempo. Pero dejando atrás la motivación última del artista para la creación, a éste le podríamos definir como el “ilusionista” de la sociedad, el creador de ventanas, que nos permiten vislumbrar la infinitud con sus obras, ampliando nuestras fronteras y revolviéndonos sin dejarnos indiferentes. Sintiéndose cerca de esta definición encontramos al pintor abstracto Mark Rothk0, que veía sus cuadros como ventanas del alma humana. Cuadros de grandes dimensiones, donde la magnitud del color nos hace cuestionar nuestra propia fragilidad, inspirados en las ventanas ciegas del vestíbulo de la biblioteca Laurenciana de Miguel Ángel en Florencia, ventanas tapiadas que nos inducen al silencio, nos preparan para entrar en ese espacio reservado a la lectura, a más ventanas cerradas o a la espera de ser abiertas. Dependiendo de la mirada, de la perspectiva que tomemos, los cristales nos devolverán nuestro reflejo, o podremos vislumbrar más allá, pero el artista ya nos habrá concedido el medio. El arte, como el cuerpo, es paradoja en la que habitan diferentes realidades, el objeto del mundo de la representación y ese más allá, esa revelación de la esencia, de la voluntad para Schopenhauer, de la verdad para Heidegger. La emoción sentida a través del cuerpo y la mente, ayuda a ampliar nuestra realidad, creamos vínculos con personajes de ficción, viajamos con las armonías de la música, vibramos con el color, nos conmovemos con el movimiento del bailarín y estos momentos son retazos de enamoramiento como los que el azar puede hacernos sentir hacia el Otro. Ventanas de nuestro espacio que el cincel del tiempo transforma y debemos adaptarnos a este modelamiento, sin insistir en reproducir el éxtasis inicial del enamoramiento, el arte se transforma en nosotros como la mirada de los amantes. Guardar cuidadosamente para poder conectar y así desarrollar un sentimiento más allá de  la primera chispa de la ilusión. Importante premisa para la actualidad que vivimos, en una sociedad donde se valora la sobreexposición–como algunas casas de la arquitectura moderna que se encuentran llenas de ventanas de grandes dimensiones, donde los habitantes son peces construyéndose su propia burbuja de cristal–todo lo compartimos, las experiencias personales, artísticas e incluso espirituales, y esto pueden ser ventanas que nos ayuden a ver al Otro y a ser vistos, pero para ello tenemos que saber guardar, para poder crear y así escapar de nuestro propio reflejo. Si no maduramos las experiencias que recibimos del mundo exterior, las ventanas que construimos son para los transeúntes, no son puentes que amplíen nuestra mirada, lo que me hace volver a pensar en las palabras de Rilke y que lo ideal sería tener ventanas “donde nuestras caras se reflejan / mezcladas con lo que vemos a través.”