Análisis 35,  Ángela González Delgado

El elocuente silencio


Ángela González[1]

Estoy muy feliz de estar en el Ateneo esta tarde. En nuestro Ateneo, ese lugar que nos ha ido enseñando que todo encuentro es posible más allá del lugar o del formato. Comenzamos reuniéndonos en cafés, en espacios de otras instituciones, generosas, de nuestra ciudad. Entonces éramos sin techo, sin sede. Estos dos últimos años hemos vivido instantes mágicos entre las paredes de nuestra Sede de Santa Teresa. Pero hoy, que inauguramos un nuevo curso, lo hacemos desde una Sede nueva, virtual, algo que ha venido para quedarse y que va a ser agradecido por muchos ateneístas que trabajan y estudian en otras ciudades. Este año que vivimos es muy particular, en él se impone lo real, lo ignoto, lo desconocido, lo imposible de simbolizar, de un modo abrumador.

También estoy muy contenta de escuchar junto a todos ustedes las diferentes reflexiones de mis compañeros de cartel, más aún cuando de silencio se trata.

Soy psicoanalista y desde el minuto cero fui sorprendida por el valor sonoro del silencio. Cuando era analizante el silencio de mi psicoanalista me enseñaba tanto o más que sus palabras. Ahora, con mis pacientes, trato de usar del silencio con sonoridad.

El silencio para un psicoanalista es un objeto, una herramienta que permite la producción de palabras esenciales para el sujeto que pone su verdad en juego. Esto de poner la verdad en juego quiere decir que el silencio del psicoanalista confronta a quien habla con una verdad que pone fin a su autoengaño, que impide seguir con las mentiras que habían trenzado el guion de su vida.

Sabemos que después de un silencio suelen devenir acontecimientos esenciales. Es por esto que el psicoanálisis toma el silencio en todo su valor, pues gracias a él se puede tirar del buen hilo de entre las brumas del bla, bla, bla significante, que ocupa tanto espacio para no decir nada. Mi opinión es que en estos meses atrás, en nuestro entorno, y en muchas instituciones se ha hablado mucho, pero para no decir nada. Porque hay cosas de las que es mejor callar, en especial, cuando no se sabe a ciencia cierta lo que la ciencia siempre incierta puede alumbrar. En ese caso, como dice Borges, mejor aprender a callar en varios idiomas.

Los alumnos de Pitágoras, a quienes se llamaba acusmáticos (akousmatikoi), oidores,no podían ver a su maestro mientras dictaba sus clases. Éste, situado detrás de una cortina, pretendía que los jóvenes se centraran en sus palabras, así, liberados de su presencia, participaban de su enseñanza centrados en el sonido de su voz. También Jacques Lacan, el insigne psicoanalista francés, defendía que su imagen, poderosa, no velara su enseñanza. Palabra y silencio, velo y voz.

Akira, un pequeño niño japonés que deseaba ser pintor, aprendió a amar el cine a través de la voz de su hermano mayor, Heigo. Su experiencia nos enseña cómo el cine sonoro incorporó el silencio como objeto, en oposición al cine mudo, que no lo contemplaba. Lo describe de un modo muy bello Irene Vallejo en El infinito en un junco. Un libro imprescindible. Heigo tenia un curioso oficio que le procuró la admiración de sus contemporáneos, era benshi, narrador de películas mudas. Estos explicadores cumplían una tarea esencial, pues leían los rótulos de las películas a un público analfabeto que se asustaba cada vez que un objeto imposible asomaba a la imagen. Suponían una presencia apaciguadora ante lo inverosímil de semejante invento. Los benshi manipulaban todo tipo de objetos, interpretaban, producían monólogos, hacían reír. Todo ello para dotar de significado simbólico y cubrir ese inquietante vacío que generaba la ausencia de voz: el silencio.

En los primeros años treinta del siglo pasado la irrupción del cine sonoro que traía consigo el silencio como un recurso más, hizo que los benshi perdieran su razón de ser y fueron olvidados. Heigo puso fin a sus días y su pequeño hermano, Akira Kurosawa, dedicó su vida a dirigir películas, haciendo un manejo exquisito de ese instrumento llamado silencio.

Hoy, rompemos un silencio que no ha sido sino sonoro, un silencio de respetuosa escucha, pues este tiempo vivido ha merecido ser escuchado en el decir silencioso de nuestras gentes, de nuestros amigos, rodeados algunos del dolor por la enfermedad, por el confinamiento, por la ausencia de encuentro de una niña con su compañero de colegio. Es como que el ruido agotador de tantos comentadores y opinadores, el ruido y la furia de algunos, fuera la manera de decirnos que tenían miedo, o que no habían aprendido aún a escuchar el silencio de los demás cuando sufren. Ha habido mucho ruido ante la imposibilidad de soportar un silencio que será el nuestro un día, el de todos nosotros, el silencio mortal. Pero no es el silencio mortal el buen silencio, sino el silencio sonoro, ese silencio valiente que produce un eco particular, un silencio que nos convoca y que nos interesa por la variedad de su expresión.


[1] Ángela González es psicóloga y psicoanalista de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Actual Secretaria de la Comunidad de la ELP en Castilla y León. Texto de la intervención en el Simposio del Ateneo de Palencia celebrado en septiembre de 2020.