Análisis 35,  Tomás Quintana

Aprender de las enseñanzas de la pandemia


Tomás Quintana[1]

  1. Recordemos para no olvidar

A principios de 2020, nadie contaba con que en pocas semanas, la humanidad se iba a sentir sacudida por un virus letal, y ello pese a que ya en lo que llevábamos de siglo habíamos sufrido al menos cinco brotes pandémicos más, aunque de mucha menor envergadura que el provocado por SARC-CoV-2; pese a lo cual, haciendo oídos sordos a los malos augurios que suponían los brotes precedentes, seguimos confiando en la falsa idea de que las pestes eran cosa de otros tiempos, pues en el ideario popular se relacionan con la terrible peste negra que asoló el mundo a mediados del siglo XIV, muy lejos, ciertamente, de los avances científicos y cuidados de que hoy disponemos;  y, en todo caso, pensábamos que de producirse la propagación del virus cuando ya sabíamos que se había manifestado en otras latitudes, no afectaría al primer mundo; una idea no siempre confesada pero que cuando todo esto pase nos ha de hacer reflexionar sobre los valores que sustentan nuestro modelo de sociedad.

Esta errónea seguridad contribuyó, sin duda, a que la pandemia, en medio de decisiones equivocadas o tardías en que incurrieron los poderes públicos, azotara con la mayor violencia desde mediados del mes de marzo del pasado año a una sociedad del todo desprevenida, carente de los medios de prevención para hacer frente al contagio de un nuevo coronavirus de extraordinaria infectividad y virulencia.

Circunstancias y hechos de todos conocidos que nos llevaron a que, además, durante semanas se produjera -expresándolo con la máxima suavidad- una muy severa afectación de derechos básicos de los ciudadanos, como la libre circulación y la libertad de movimiento, y de las prestaciones inherentes a tres de los pilares fundamentales en que se basa el Estado Social: la sanidad, los servicios sociosanitarios y la educación; y, con ello, los derechos de los españoles se vieron muy limitados, pero de forma más intensa lo sufrieron los más vulnerables. Unas semanas que en medio del confinamiento todos recordaremos por los padecimientos y muerte de muchos de nuestros mayores institucionalizados en cientos de residencias, y también por las dificultades de los  servicios hospitalarios para atender a quienes lo requerían -en la mayor parte de los casos, igualmente, personas mayores-, en medio de una curva de contagios que después de proyectarse casi en vertical en las primeras semanas solo con el paso del tiempo se fue doblegando debido al drástico encerramiento de la población, lo que llevó al país a una paralización casi absoluta, de la que tampoco se libraron los escolares y estudiantes universitarios, lo que supuso, sin duda, una importante merma de las prestaciones que se corresponden con el constitucional derecho a la educación, lo que afectó sobremanera, también en este caso, a la población escolar más vulnerables, es decir, a quienes carecían de los medios materiales necesarios para seguir la improvisada formación no presencial que se impartía o, peor aún, a quienes, por residir en numerosas localidades situadas en el medio rural, no disponían ni siquiera de la posibilidad de conectarse a la red.

Bien entrada la primavera de 2020 las cosas fueron cambiando a mejor, sin embargo otra vez nos equivocamos al vislumbrar algo de luz en lo que consideramos el final del túnel, sobre la base de la falsa creencia de que lo peor había pasado y que el virus había sido vencido, en lo que fue una manifestación más del ingenuo voluntarismo sin base alguna en evidencias científicas que ha motivado discutibles decisiones adoptadas por parte de los poderes públicos, aunque aquella falsa creencia -eso sí- nos permitiera aliviar durante algunas semanas las severas restricciones que habíamos vivido con anterioridad y, de paso, insuflar algo de oxígeno al ya por entonces maltrecho sector de la hostelería y de los servicios turísticos. Pero pronto nos dimos cuenta del engañoso espejismo que habíamos vivido durante algunas semanas cuando, sin haber concluido el verano, nuevamente saltaron las alarmas ante el creciente aumento de contagios, lo que a algunos les hizo presagiar algo parecido al intenso rebrote otoñal de la mal llamada “gripe española” de 1918; y, por si fuera poco, nos encontramos enfrentados a un incierto comienzo del curso escolar.

     Los malos presagios se cumplieron y en el otoño sufrimos una segunda ola de contagios, es decir un nuevo embate del virus que, pese a que los sistemas sanitario y sociosanitario estaban más preparados que en la primera, llevó nuevamente, sobre todo al sistema sanitario, casi al límite de sus posibilidades, dejando tras de sí otra vez muchas muertes y dolorosas secuelas en numerosas personas que lograron vencer la enfermedad.

El final del año, no obstante, estuvo marcado por el optimismo basado en la vacuna con que pronto íbamos a contar, así como en la atávica creencia de que dejar atrás el año 2020 iba a contribuir, por sí solo, a mejorar las cosas, como con gran ingenuidad dejamos dicho o escrito en muchas de nuestras felicitaciones navideñas; un error que en sí mismo resultaba intrascendente, pero que reflejaba un sentir que seguramente contribuyó a propiciar otro error, este sí trascendental, como fue el aceptar de forma acrítica el “salvar las Navidades” que guio la toma de decisiones por parte de muchas autoridades, para que las familias, aun con restricciones de difícil control, nos pudiéramos reunir y, con ello, también estimular el gasto como sostén de la ya maltrecha economía del país; algo que hemos pagado caro, pues el mes de enero del nuevo año, conforme iniciábamos lentamente un proceso de vacunación cuyo fin a estas alturas no parece que podamos precisar con certeza, nuevamente sufrimos un creciente número de contagios, en lo que se ha reconocido como la tercera ola, aun cuando a la segunda todavía no hubiéramos dada por concluida, llevando otra vez casi al límite de sus posibilidades al sistema sanitario, y produciendo un nuevo incremento de muertes, hasta el punto de que febrero ha sido, por detrás de abril del pasado año, el mes en que un mayor número de fallecimientos hemos tenido que lamentar. Afortunadamente, cuando escribo estas líneas, coincidiendo con el primer aniversario de primera declaración del estado de alarma, ha quedado superado un debate, absolutamente injustificado, a mi modo de ver, sobre si se debían permitir algunas concentraciones masivas de carácter conmemorativo e, incluso, si sería oportuno y en qué términos, “salvar la Semana Santa”, lo que, en medio de las opiniones encontradas que se hacían oír,  me llegó a hacer dudar si seríamos capaces de asimilar las terribles enseñanzas que nos han dejado las erróneas decisiones adoptadas en el pasado.

II. Aprender nos vendrá bien

Aunque todavía sea pronto para sacar conclusiones globales a partir de lo ocurrido, es muy posible que quienes lean estas páginas coincidan conmigo en algunas de las siguientes reflexiones que, fruto de mi experiencia al frente de la Procuraduría de Común de Castilla y León, a día de hoy tengo como ciertas.

Así, una vez que, con mucho dolor, hemos comprobado que las epidemias globales no son cosa del pasado y desmentida la egoísta creencia de que el primer mundo, en todo caso, se halla a salvo de las pandemias, los poderes públicos han de asumir que la atención a la salud pública debe formar parte muy destacada del derecho a la protección de la salud; máxime cuando desde los primeros días en que se oficializó que la Covid-19 estaba entre nosotros, supimos que la salud de muchos de nuestros conciudadanos se estaba viendo gravemente afectada por el colapso sufrido por el sistema sanitario, en buena medida por la carencia de medios humanos y materiales para prestar la atención requerida a las miles de personas que día a día resultaban infectadas; un colapso que en parte se explica por la carencia -advertida desde el primer momento en que nos vimos afectados por la pandemia- de equipos de protección para el personal sanitario, lo que, casi seguro, contribuyó de forma determinante al contagio masivo de sus efectivos y, con ello, a una sustancial merma de las posibilidades de combatir sobre el terreno al virus. La lección es fácil de deducir: el país ha de contar con capacidad de producción de equipos de prevención y protección a disposición del personal más expuesto al contagio, así como de medios auxiliares para la protección de los ciudadanos en el caso de que, como se augura por las personas más informadas, se vuelvan a producir infecciones masivas, sin que la dependencia del exterior nos vuelva a poner ante la urgente necesidad de adquirir de forma atropellada material de prevención y sanitario.

Otro capítulo, seguramente el más doloroso de los que hemos vivido, sea el que ha tenido como protagonistas, a su pesar, a las personas mayores institucionalizadas o bien residentes en sus propios domicilios receptores de los cuidados del personal de atención domiciliaria. De ellos sabemos que han sufrido como ningún otro colectivo el cruel embate del virus pues, aun sin conocer con precisión cifras y circunstancias, lo que sí sabemos con certeza es que la muerte se ha cebado en las personas mayores y muchas de las que han sobrevivido han pasado largas jornadas de angustia en soledad, incomunicadas y sin poder sentir la cercanía y afectos de sus seres queridos. Confesaré que me ha conmovido escuchar hoy, en el día en que escribo estas líneas a las puertas de la primavera, de boca de una mujer que acaba de recibir la segunda dosis de la vacuna y, por fin, ha podido salir de su largo enclaustramiento forzoso, con expresión resignada “a todo se acostumbra una”.

Después de lo que hemos conocido no creo que nadie sea ajeno a la deuda que tiene la sociedad con nuestros mayores, sobre todo cuando llegan a sus últimos años y, por ello, es cuando necesitan más ayuda, vivan en residencias o en sus domicilios; y es por lo que, con la máxima urgencia, como sociedad tenemos que plantearnos como prioridad inexcusable y, si llega el caso, urgir a los poderes públicos, tanto la reordenación en profundidad de las residencias que ocupan buena parte de nuestros mayores, cuyas tristes condiciones de vida en muchos casos ha sacado a la luz la terrible pandemia que estamos sufriendo, como la atención que requieren los mayores que siguen residiendo en sus casas con los cuidados que les proporcionan las personas -normalmente mujeres- del servicio de atención domiciliaria, cuyas condiciones también deben ser dignificadas, no solo en su beneficio sino también en el de las personas que reciben sus cuidados.

En fin, también hemos apreciado la importancia de las nuevas tecnologías de la información, incluso por encima de la mucha utilidad que ya nos venían proporcionando, pues el drástico confinamiento primero, así como las severas restricciones subsiguientes, nos han obligado a hacer uso de las herramientas informáticas para desenvolvernos en  todos los frentes del día a día. Pero esas exigencias han destapado de forma abrupta las brechas digitales que todavía padece nuestra sociedad pese a que el siglo XXI está cerca de cumplir su primer cuarto. Brechas digitales que afectan a los mayores en general y, dentro de este colectivo, seguramente con mayor intensidad a las mujeres; pero de forma muy acusada, sin distinción de edades y sexos, a quienes residen en el medio rural, en este caso por la falta de conectividad de que adolecen numerosas localidades; un problema que afecta de forma muy especial a Castilla y León por la extensión territorial y dispersión de la población en sus miles de municipios y pedanías, y que es necesario solucionar como mínimo para igualar en derechos a los ciudadanos que residen en el medio rural en relación con los que vivimos en ciudades y localidades de mayor tamaño, sin que sea necesario citar algunas de las innumerables ocasiones en que resulta imprescindible el recurso a las nuevas tecnologías para recibir información o realizar cualquier tipo de comunicación o diligencia. Necesidad de cuya satisfacción probablemente dependa llegar a tiempo de parar el galopante despoblamiento del medio rural y permitir el asentamiento en nuestros pueblos de quienes, cada vez más, tienen la oportunidad de realizar su trabajo a distancia, y estarían encantados de residir en el medio rural, en muchos casos empujados por las incomodidades y riesgos que propician, como se ha comprobado, las grandes aglomeraciones de población. 

Aprender las enseñanzas que nos deja la pandemia nos vendrá bien a nosotros y también a las generaciones venideras; por ello tenemos que estar avisados frente a la fatalidad con que suelen cumplirse los proverbios, no olvidando que la sabiduría popular nos advierte que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”.


[1] Tomás Quintana López. Procurador del Común de Castilla y León. Profesor desde 1981. Catedrático de Derecho Administrativo desde 1993. Ha sido Becario en la Universidad de Bolonia; Secretario General de la Universidad de León; Vicerrector de la Universidad de León; Decano de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales; Decano de la Facultad de Derecho. Autor de una treintena de libros entre individuales y colectivos, una amplia obra de ensayo para estudiantes y profesores universitarios.