Análisis 35,  Marcos Román

Anosmia

Marcos Román[1]

La COVID-19 es una infección vírica que se manifiesta de un modo sorprendente a través de una gran cantidad y variedad de síntomas. Sin embargo, de entre el más de un centenar de síntomas reportados, hay uno en particular que resuena atávicamente en el inconsciente colectivo. Me refiero a la anosmia, esto es, a la pérdida del olfato. A lo largo de este texto me propongo analizar cómo y por qué este significante ha conseguido ocupar un lugar central en el lenguaje y en la retórica de la pandemia. Adelanto que mi tesis es que la anosmia opera como metáfora del mundo digital en el que hemos ingresado; pero también como incómodo recordatorio de una condición compartida anterior, ya perdida y digamos plenamente humana. Es en esa relación dialéctica, que la anosmia nos resulta ineludible. No podemos no pensarla.

La sociedad actual es hija y heredera del capitalismo, pero ya no es capitalista en su sentido original. El capitalismo, en su concepción clásica, se basa en la acumulación y circulación de bienes. Este primer capitalismo encontró sus fronteras estructurales con la globalización y la incipiente crisis climática: por un lado, el agotamiento de recursos naturales impone límites a la producción e intercambio de bienes materiales; por otro lado, la realidad física plantea unas velocidades máximas a las cuales dicho intercambio puede producirse. Pero el capitalismo tiene en su alma el afán de crecimiento e inflacionismo continuos y, lejos de conformarse con las limitaciones expuestas, ha optado por reinventarse. Más específicamente, ha descubierto que hay otra clase de capital que puede acumularse e intercambiarse sin riesgo aparente de agotamiento: un capital que ya no es de orden material, sino psicológico[2]. Lo que circula ahora no son sólo mercancías u objetos –pesados y finitos- sino ideas y opiniones; pero estas últimas no como meras informaciones sino revestidas de un sujeto, es decir, más bien como experiencias, identidades y subjetividades, que adquieren valor en un mercado de libre competencia e intercambio de yoes.  En otras palabras, hemos pasado de un régimen capitalista material a otro, en primera instancia informacional y, más tarde, subjetivo o emocional.

Lo digital está operando como catalizador fundamental de esta transformación: lo digital consigue capturar, empaquetar y replicar las informaciones; individualizarlas y adscribirlas a un sujeto; y hacerlas circular a modo de experiencias subjetivas, sin límites espaciotemporales y a una velocidad cada vez mayor. En síntesis, podríamos afirmar que actualmente vivimos en una sociedad psicocapitalista, digital y artificialmente acelerada.

En este contexto, debe repararse en el hecho de que el olfato es el sentido (o la modalidad sensorial, como dirían los cursis) que más se resiste a la digitalización. Dicho en términos contrarios, el olfato es el más analógico de nuestros sentidos. Las realidades virtuales que habitamos a diario recrean sin dificultad escenarios audiovisuales, que incluso vibran para aportarnos sensaciones táctiles y de movimiento. Pero no hay videojuegos que –al ser recorridos– huelan. Podemos intercambiar a golpe de clic piezas digitales de imagen, audio o vídeo; incluso archivos que contengan planos de impresión 3D para generar objetos que pueden ser finalmente tocados por un tercero en el otro extremo del mundo. Pero aún no se conoce quién haya podido adjuntar un olor a un correo electrónico.

Además, el olor se resiste a la aceleración, rasgo inherente a lo digital. Los proveedores de conexión digital nos prometen día a día, más y más velocidad para la circulación de datos, con la consiguiente aceleración del intercambio de psicocapitales; sumergiéndonos en una sucesión vertiginosa de momentos presentes y yuxtapuestos                             -simplemente bonitos– que no permiten la aparición de arcos narrativos para la auténtica estructuración del sujeto. En contraste, los objetos físicos del mundo analógico necesitan madurar para que huelan, necesitan de tiempo para tener su aroma… y es en ese demorarse, cuando surge la distancia contemplativa de lo bello -y no lo simplemente bonito- y la posibilidad de una tensión narrativa que obsequie al sujeto con una historia, su historia. La magdalena de Proust olía y, como tal, evocaba. La fruta del mundo postcapitalista, que ya no es de temporada sino artificialmente de presente continuo, no tiene olor, ni memoria.

Pero, ¿qué es lo digital? Y, en consecuencia, ¿cómo debe ser aquello susceptible de ser digitalizado? Digital remite en primera instancia a los dedos, pero no en tanto cuanto los dedos son capaces de tocar, sino de contar. Digital es lo que puede ser cuantificado y discretizado, reducido a pulsos binarios. No en vano, el adjetivo que denota lo digital en lengua francesa es numérique. Así, por ejemplo, lo visual es digitalizable porque puede ser reducido a píxeles discretos; siendo cada píxel una combinación concreta de colores expresable en términos numéricos[3].  Lo auditivo también sigue la lógica anterior, e incluso lo táctil ha comenzado a transitar por esa misma senda de digitalización[4]. Sin embargo, lo olfativo no es descomponible ni cuantificable. Lo olfativo no puede ser numerado ni discretizado en bits y, por tanto, no puede ser procesado de manera algorítmica. Así, las inteligencias artificiales son capaces de reconocer y producir estímulos visuales o auditivos[5], pero no huelen.

Dicho en otros términos, mientras que lo visual o lo auditivo pueden ubicarse en un orden descomponible y analítico; lo olfativo pertenece a un orden unitario y sintético. En consecuencia, lo visual y lo auditivo, en tanto digitalizables, son también susceptibles de copia y replicación ad infinitum, sumiéndonos en el infierno de lo igual y de lo permanentemente disponible. Lo olfativo, en contraste, es  esencialmente no replicable e indisponible. Podemos hacer que una cosa esté visible, o hacerla sonar, pero no podemos forzar que huela a voluntad.

El lenguaje también nos ofrece pistas acerca del carácter unitario de lo olfativo. Cuando decimos que alguien huele, no distinguimos si ese alguien está percibiendo o produciendo olor. La experiencia olfativa integra sujeto y objeto de manera indisoluble. No ocurre así cuando enunciamos que alguien ve o es visto, que algo suena o es oído; lo visual y lo auditivo contienen intrínsecamente una fractura entre el/lo uno y el/lo otro.

Por tanto, lo olfativo nos proporciona una experiencia unitaria, una gestalt, una totalidad con sentido. No es de extrañar que un significante como esencia(s) sea aplicado a los perfumes. Lo olfativo pues, también se vincula con lo intuitivo, con un insight no descomponible en secuencias de argumentos. Es esa intuición que el psicoanalista sólo puede enunciar justamente en términos olfativos: “eso que me cuentas tiene el aroma de…”, “mi olfato de dice que…”, “eso huele a…”[6].

Entonces, una vez dicho todo lo anterior, podemos preguntarnos: ¿a qué nos remite el síntoma de la anosmia? ¿Cuál es la metáfora escondida tras esa irrupción masiva y sobrevenida de pérdidas de olfato? El paranoide diría que la anosmia ha sido incluida como síntoma de la COVID-19 con la intención de despojarnos de la última resistencia antes de nuestra digitalización completa: es preciso que dejemos de oler para que todo nuestro ser caiga preso de los algoritmos. El poeta diría, con más acierto, que la anosmia resuena especialmente en nuestro lenguaje y conciencia, pues nos recuerda un punto sensible, una condición compartida e irrenunciable que corre el riesgo de ser perdida: la anosmia sería entonces una llamada de atención para no extraviar lo esencialmente humano. La carrera de la inteligencia artificial es simultáneamente una reducción al absurdo de la condición humana; acaso el olor sea el último punto de fuga.

No es casual que la COVID-19 contenga un número en su significante. Está siendo la primera enfermedad retransmitida y cuantificada en tiempo real (que en realidad es un no-tiempo). Diríamos entonces que la COVID-19 es la primera infección estructuralmente digital; no es sólo vírica, sino también viral.


[1] Profesor e investigador de la Facultad de Educación de la UNED. Su principal línea de investigación es el desarrollo del pensamiento computacional y la educación digital crítica.

[2]Esta idea ya fue anticipada por Bourdieu en los años 70 y 80 con su enunciación del ‘capital cultural’, si bien dicho término opera en una escala más bien sociológica.

[3] A modo de ejemplo, véase la codificación RGB de colores en la web: https://es.wikipedia.org/wiki/Colores_web

[4] Véase, por ejemplo, la nueva tecnología de ‘guantes hápticos’ para realidad virtual: https://computerhoy.com/noticias/tecnologia/nuevos-guantes-tesla-suit-sentir-objeto-virtual-real-554333  

[5] Llegando incluso a pintar cuadros al estilo de Rembrandt (https://elpais.com/economia/2020/01/31/actualidad/1580472914_468275.html) o a completar la sinfonía inacabada de Schubert (https://www.elperiodico.com/es/extra/20190205/inteligencia-artifical-completa-sinfonia-inacabada-schubert-7286557)

[6] En ese sentido, ¿es posible ser psicoanalista sin tener un buen olfato (al menos metafóricamente)?