Abraham Gragera,  Análisis 36,  Letras (número 36)

¿Por qué se escribe? [1]

   Como todo lo que merece la pena leer -y escribir-, el libro que nos convoca hoy -¿Por qué se escribe?– de Fernando Martín Aduriz, parte de una pregunta y nos deja, al término de su lectura, frente a una multitud de nuevas preguntas que se despliegan ante nosotros tejiendo una red de sentidos fugaces, móviles, refractarios a cualquier intento de fijeza o, dicho de otro modo, no esclerotizados, muertos, por nuestro afán constante de convertir nuestra experiencia, el deseo que nos mueve, en un museo de cera, sin alma, y sentirnos a salvo de eso que no podemos comprender, pero que nos constituye: la vida misma, el hecho mismo de existir, no como individuos aislados, sino como preguntas -posibilidades de sentido- dentro de la infinita red de preguntas que conforman lo que llamamos, un tanto a la ligera, realidad.

   Porque la realidad, cuando se mira con cierto detenimiento, tiene poco que ver con esa especie de fantasía compartida en la que transcurre nuestro día a día, esa ficción plagada de clichés que nos ayuda a sobrellevar lo que nos aterra al precio de hurtarnos la alegría de ver, de descubrir y pasmarnos ante la infinitud del mundo; al precio de hurtarnos, en suma, nuestra capacidad para el asombro.

   Para mantener viva la capacidad de asombrarse, hay que atreverse a intentar decir -no denominar, no describir, ni definir- lo que ya tiene un nombre, lo que damos por dicho y por hecho. Rilke lo enunció inmejorablemente en sus Sonetos a Orfeo: «atreveos a decir lo que llamáis manzana». Esto es: atreveos a considerar que todo lo que existe es, y será siempre, un misterio, una semilla repleta de pura posibilidad.

   La buena literatura nos enseña, entre otras cosas, eso. Pero que nadie se engañe: atreverse a mirar a la cara el misterio -aunque se trate de una simple manzana- es una de las aventuras más difíciles que se puede emprender en esta vida, de las más costosas. Se diría, en el caso concreto de los escritores, que va contra natura. ¿Quién está de verdad dispuesto a atarse a una silla, a inmovilizar su cuerpo -como bien apunta Vicente Palomera en su prólogo a este libro- y, sobre todo, a sumergirse en ese océano salvaje, amoral, que es el inconsciente, para recordarnos que la realidad es mucho más compleja -a veces más hermosa, a veces más terrible- de lo que suponíamos? ¿Y por qué hacerlo, teniendo en cuenta los escasos beneficios materiales que habitualmente comporta? ¿Porque anhelamos ver -aunque lo temamos- y encontrarle un sentido -aunque sea fugaz- a la falta de sentido, al dolor, a la soledad y a los instantes de plenitud? Tal vez. ¿Porque nos consuela ser conscientes de que compartimos con el otro nuestra propia alma? Es posible.

   Las respuestas definitivas no existen. Fernando lo sabe bien, como psicoanalista y como escritor, pues ambos, el psicoanalista y el escritor son, en esencia -como dice él- enfermos de sentido. Y yo añadiría: enamorados de su enfermedad, persuadidos por el deseo que todo lo mueve, que trae a la vida todo, y se lo lleva, y lo vuelve a traer, sin principio ni fin.

   ¿Por qué se escribe? es muchas cosas: una colección de semblanzas de escritores concebidas para el Diario Palentino a lo largo de un año, un autorretrato de lector, una búsqueda de resplandor -como Zagajewski dijo de la poesía-, pero, sobre todo, es una celebración de la riqueza inabarcable del alma humana y de los hilos que esta mueve para empujar a ciertos individuos a hacer de intermediarios entre ella y el mundo.

   Muchas son las razones, los posibles motivos para escribir, que se apuntan en las páginas luminosas y cercanas de este libro: para defender la propia soledad, para no ser un descartado, para matar al padre o realizar sus deseos, para pasar a la posteridad, para encontrar el interlocutor ideal, para unir a los seres humanos, para huir de la melancolía… Todas son ciertas, pero también incompletas. Pues todas se necesitan mutuamente para que el principal protagonista de ¿Por qué se escribe? -el alma misma de la escritura- nos permita atisbar su rostro y nos dejemos seducir por ella, de modo que, al acabar, nos sintamos tocados por la dicha del lenguaje y de la buena compañía, como el amo de Jacques el fatalista -la obra maestra de Diderot- cuando este le pregunta qué más quiere que le cuente y él contesta -añadiendo, de paso, una posible respuesta más, es decir, una nueva pregunta, a la que Fernando escoge para titular su libro-: «Y qué más da, con tal de que tú hables y yo escuche».


[1] Intervención en la librería Luces de Málaga el 29 de septiembre de 2002 en la Presentación del libro ¿Por qué se escribe? de Fernando M. Aduriz.