Análisis 36,  José María Álvarez

Locura y psicosis

Quizás el mayor interés actual de la locura y la psicosis sea lo que ambas aportan al conocimiento de la condición humana, tanto en materia de psicología patológica como en el de terapéutica. Con vistas a avanzar en esa dirección, las examinaré brevemente teniendo en cuenta sus dos principales usos, esto es, como sinónimos y como complementarios. Y confío en que esta exploración facilite argumentar una visión de la locura consustancial al parlêtre, punto de vista al que podemos oponer la psicosis, puesto que éste es un término propio de la nosología médico-psicológica, y como tal su ámbito semántico es más restringido y preciso. Si se da por buena esta hipótesis de la locura universal, esto supondría que el conjunto de los mortales nos vemos abocados a inventar algo —cada uno lo suyo— que nos permita vivir en el deseo, al margen del tormentoso acecho del Otro malvado y en la periferia del refugio solipsista. El clínico debe saber que los apaños son tantos como sujetos hay y que algunos funcionan y otros no, que unos tienen una eficacia efímera y algunos son duraderos, y, sobre todo, que son singulares y lo de Fulano no vale para Mengano. Por eso comenzaré precisando las potenciales convergencias y diferencias de la locura y la psicosis, a ver si en ese desmontaje se puede extraer algo para el trabajo diario    

Cuando los términos locura y psicosis se usan en el marco de la psicopatología, es evidente que son sinónimos. De hecho, la locura tradicional comenzó a denominarse psicosis a mediados del siglo XIX, cuando algunos autores centroeuropeos, como Canstatt y von Feuchtersleben, se interesaron por las manifestaciones psíquicas de las neurosis o enfermedades (funcionales) de los nervios y las denominaron con el nuevo término Psychose. Cincuenta años después, Freud estableció el binario Neurose vs. Psychose, una oposición sobre la que se ha construido la psicopatología estructural aún vigente. De esta sinonimia, admitida por la mayoría de los estudiosos, se hizo eco también Lacan al inicio del Seminario 3, cuando señaló: «Las psicosis son, si quieren —no hay razón para no darse el lujo de utilizar esta palabra— lo que corresponde a lo que siempre se llamó, y legítimamente se continúa llamando así, las locuras»[1].

A este punto de vista se opone, a veces, otro según el cual la locura y la psicosis esbozan campos semánticos algo diferentes. Aunque no se suele especificar con precisión cuáles, se asigna a la locura un significado mucho más amplio que el de la psicosis y de ese modo se alude a ciertos desbarajustes muy propios de la condición humana, en el sentido que pudo conferirle en su día Plinio el Viejo, cuyas palabras respecto a que ningún mortal es cuerdo todo el tiempo suelen repetirse con frecuencia, también las de Ovidio en Las tristes («[…]; pero esta locura tiene una cierta utilidad; evita que mi mente esté siempre ocupada en la contemplación de sus desgracias y le hace olvidar su suerte actual»)[2], o las del singular Montaigne al evocar el tradicional problema aristotélico («¿Quién ignora hasta qué punto es imperceptible la frontera de la locura con las airosas elevaciones de un espíritu libre, y con los efectos de una fuerza suprema y extraordinaria?»[3]), y, sin duda, las del muy citado Pascal en sus Pensamientos: «Los hombres son tan irremediablemente locos que sería estar loco de otra clase de locura no estar loco»[4].

Sobre la preferencia de usar ambos términos como sinónimos ya me pronuncié en algunos textos. Y sobre la pertinencia de usarlos de forma diferenciada lo hace, entre otros, Héctor Gallo en su ensayo Crimen, locura y subjetividad: Lo que dice el psicoanálisis (2019)[5]. En cualquier caso, la mayoría estamos de acuerdo en que, en el terreno de la psicopatología, el viejo término locura fue paulatinamente sustituido por psicosis. Si se quiere comprobar esto, bastará con darle un vistazo a los tratados decimonónicos. En esto, el de W. Griesinger resulta ejemplar. En Die Pathologie und Therapie der psychischen Krankheiten. En Die Pathologie und Therapie der psychischen Krankheiten, cuyas dos primeras ediciones (1845 y 1861) fueron exclusivamente escritas por él, las voces más habituales son psychische Krankheit (enfermedad psíquica) e Irresein (locura), y el término Psychose ni siquiera aparece. En cambio, cuando en 1892 Willibald Levinstein-Schlegel realizó la quinta reedición (totalmente modificada), Psychose sustituye completamente a los vocablos antiguos: las locuras parciales se convierten en partiellen Psychosen, las locuras periódicas en periodischen Psychosen, etc.[6]

Al igual que se está de acuerdo en considerar que psicosis sustituyó a locura en el ámbito de la psicología patológica, también se suele coincidir en que la locura forma parte consustancial de la condición humana. Y, para decirlo con términos tradicionales, esto implica que de locos todos tenemos un poco y que la locura no es contraria a la razón, sino lo otro de la razón. Tocante a este asunto, sin duda, fue Schelling el más atrevido e innovador cuando, en algunos de sus bocetos y escritos redactados entre 1811 y 1815, consideró la locura como la esencia más profunda del espíritu humano: «La base de la razón misma es, por consiguiente, locura»[7]. Esta contundente afirmación sería tiempo después ampliada por Foucault y otros defensores de la locura como lo otro de la razón.

Gracias a su relativa ambigüedad semántica, el término locura se ha considerado un ingrediente esencial de la condición humana. De ahí que, en su polémica con Henry Ey en las jornadas psiquiátricas de Bonneval, Lacan pudiera afirmar: «Y el ser del hombre no sólo no se lo puede comprender sin la locura, […]»[8]. Otra cosa es el término psicosis, menos equívoco y por tanto circunscrito a una significación ajustada a la nosología psicopatológica. Está claro que, incluso, los más desaprensivos distinguirían entre estas dos propuestas: «Todo el mundo es loco» y «Todo el mundo es psicótico».

Ahora bien, si aceptamos que la locura es una parte esencial del ser, se nos abren dos arduos interrogantes, ambos unidos de forma indisoluble, uno de índole diagnóstica y otro, terapéutica. Sobre la expresión clínica de la locura discreta y sus posibles manifestaciones se lleva indagando sin descanso más de dos siglos y la cosa va para largo. Pero más interesante que la cuestión psicopatológica, si cabe, es la terapéutica, la cual se puede formular mediante una pregunta simple: ¿Qué hacemos para convivir con esa locura esencial sin enfermar?

De la gran locura (psicosis) hemos aprendido, a través de Paul Schreber y Aimée, entre otros muchos, que el delirio, las identificaciones (imaginarias) y el paso al acto son soluciones habituales. Además, el estudio minucioso del delirio muestra en qué condiciones se produce, en muchos casos, una estabilización. Siguiendo a Freud, parece evidente que, en el paso de la persecución a la megalomanía, es decir, en el cambio de posición subjetiva de ser objeto de la maldad del Otro a asumir una misión redentora, se da el giro del balancín del delirio paranoicoesquizofrénico, el conocido como silogismo de Foville. En fin, sabemos algunas cosas muy útiles para el trabajo diario, puesto que muchos de nuestros pacientes echan mano de esas mismas herramientas de reequilibrio.

Sin embargo, en lo tocante a la locura (psicosis) discreta observamos incontables invenciones, tantas como sujetos hay. Y a lo que parece, a cada uno le va bien sólo la suya. A medida que vayamos conociendo con más detalle ese ámbito, seguro que podremos sistematizar ciertas tendencias, como ha sucedido con la psicosis de siempre. Pero me da la impresión de que estamos aún lejos eso. Tal es lo que se nos antoja cuando estudiamos a Joyce, el artista, cuya forma de creación parece destinada a rebajar la insoportable vivacidad del lenguaje, tan hiriente como gozoso. Según recoge Jacques Mercaton en Las horas de James Joyce, en uno de sus primeros encuentros con el escritor, a los postres de la comida, un comensal ruso evocó una terrible tormenta que presenció tiempo atrás en Ucrania. Joyce optó por taparse los oídos, porque –según dijo– el ruido del trueno le afligiría durante la noche. Al día siguiente, al encontrarse con el joven estudioso suizo le refirió los sueños que acababa de tener, «atormentado sobre todo por la palabra árabe kébir, que su anfitrión ruso utilizó al salir del restaurante. Juega con la palabra, la deforma, le busca ecos, asonancias»[9]. De ese comentario se pueden deducir cuatro características que enmarcan la relación de Joyce con el lenguaje: en primer lugar, el embeleso que le suscitan las palabras; en segundo lugar, la insistente presencia del runrún del lenguaje, siempre dando vueltas en su mente; en tercer lugar, el horror y el tormento al que le someten algunas de esas palabras; por último, el tratamiento que da al significante inquietante mediante la deformación fonética. Quizás sea llevar las cosas demasiado lejos, pero esa impertérrita presencia del lenguaje, excesiva y desasosegante, invita a considerar –siguiendo la observación de Lacan en el Seminario 23– la posibilidad de alguna forma de experiencia en la que la palabra se le impone y le domina. Y el autotratamiento que Joyce inventó le llevó a crear su literatura, culminada en esa obra sin par Finnegans Wake, el libro de los sonidos más allá del sentido, donde las palabras, descompuestas en infinidad de calambures, han perdido parte del mortífero poder lesivo con que las experimentaba. Joyce fue afortunado con su invención y suponemos que le salvó de algo peor. Pero es de lamentar que su apaño sólo le valió a él.      

Locos, psicóticos, neuróticos y todos los términos que queramos añadir, todos, nos guste o no, estamos abocados a la invención y al apaño. Las soluciones que ingeniamos son a veces frágiles y otras consistentes. Y para materializarlas, a menudo seguimos el procedimiento ensayo y error, como el náufrago que bracea para agarrarse al pecio. Ahora bien, como clínicos que somos nuestro cometido implica orientar a nuestros pacientes hacia la buena dirección. Afortunadamente, a estas alturas ya sabemos algunas cosas esenciales y disponemos de algunas guías. De todas ellas, a mí me sirve, en primer lugar, entender desde el principio qué es lo que funciona y qué es lo que complica; y, en segundo lugar, cuánto, cómo y cuándo perturbar la defensa, si es que hay que hacerlo. Por lo demás, adaptarse a cada caso singular, dejarse usar mientras eso sea ventajoso, respetar los inventos que equilibran –aunque sean una chifladura– y reorientar los que desequilibran, incluso si la familia y la sociedad lo ven con buenos ojos. En fin, aunque dicho así parece fácil, tiene sus complicaciones. Pero a medida que vayamos familiarizándonos con ese tipo de invenciones estaremos en mejores condiciones para dirigir las curas en la buena dirección. En el fondo, los locos inventan. Y nosotros, también. No sólo por tener algo de locos, como todos, sino porque la clínica es esencialmente una invención permanente.


[1] LACAN, J.: El Seminario. Libro 3: Las psicosis, Barcelona-Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 12.

[2] OVIDIO, Tristes, en Tristes. Pónticas, Madrid, Gredos, 1992, p. 249 (Tristes, Libro IV, 35-40).

[3] MONTAIGNE, M. DE: «Apología de Ramón Sibiuda», Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay), Barcelona, Acantilado, p. 719.

[4] PASCAL, B.: Pensamientos, Madrid, Gredos, 2014, p. 147.

[5] Véase H. GALLO, Crimen, locura y subjetividad: Lo que dice el psicoanálisis, Medellín, Universidad de Antioquía, 2019.

[6] Véase W. GRIESINGER, Die Pathologie und Therapie der psychischen Krankheiten. En Die Pathologie und Therapie der psychischen Krankheiten, Stuttgart, Adolph Krabbe, 1861 (2.ª ed.); Berlín, August Hirschwald,1892 (5ª ed.).

[7] SCHELLING, F.: Las edades del mundo. Texto 1811 a 1815, Madrid, Akal, 2002, pp. 254 y ss.

[8] LACAN, J.: «Acerca de la causalidad psíquica», en Escritos 1, Ciudad de México, Siglo XXI, 2009, p. 174.

[9] MERCANTON, J.: Las horas de James Joyce, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1991, p. 23.