Análisis 35,  Ángela González Delgado

Ataduras silenciosas


Ángela González Delgado[1]

“El goce es fácil al esclavo y dejará al esclavo en servidumbre”

Jacques Lacan (“Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”)

“Hay palabras que nos son desconocidas, mientras que las especificas las conocemos ya; pero lo que principalmente consigue darnos (alguna enseñanza y mayor placer) es la metáfora”

(Retorica, 1410b10-13).
¿En qué consiste el placer de la metáfora?

Aristóteles dice que la metáfora hace que la mente se experimente a sí misma.

Anne Carson (Hombres en sus horas libres)

La pandemia en la que estamos inmersos, su extensión dilatada en el tiempo, y todos los terribles significantes con ella asociados, están revelando nuevas y viejas ataduras, silenciosas, para las mujeres. Cuando lo real, lo inaplazable se impone, cuando lo cotidiano se distorsiona, cuando el silencio es ensordecedor o el ruido de lo prosaico aturde, se necesita de la rápida respuesta, dar con la buena solución, cuestión que, en ocasiones es verdaderamente dificultosa. Conversaremos en dos Ateneos, el de Jerez y el de Palencia en cuanto instituciones civiles que privilegian el uso de la palabra, el debate intelectual y la difusión de la cultura, acerca de aquello que ha traído la pandemia para ellas como mujeres, madres, profesionales; de cómo afrontan lo cotidiano cuando se presenta como una imagen distorsionada de lo que hasta entonces había sido normal en su vida. Y también de las respuestas que de esto emergen. Respuestas en muchos caso creativas, solidarias, sencillas, valientes.

De las cárceles que es más costoso escapar, se sabe que son aquellas que tienen las puertas abiertas. Étienne de la Boétie[2] lo llamó servidumbre voluntaria para defender la idea de que toda servidumbre lo es, y procede únicamente del consentimiento de aquellos sobre quienes se ejerce el poder, aludiendo al enunciado de Séneca, en ese maravilloso ensayo que se llama Sobre la brevedad de la vida, el ocio y la felicidad[3].

Muchas mujeres han dado cuenta de este fenómeno, que abarca diferentes facetas de sus vidas, como cuando han estado encerradas en un matrimonio del que, pudiendo salir, nunca lo hicieron, o del trabajo, como le sucediera a Clara Campoamor, otro lugar del que es difícil escapar.

Esto constituye una repetición en la vida de muchas mujeres, goce cual un acontecimiento del cuerpo, que se manifiesta como constante, dañino, duradero e inútil. Algo que viene de lo real, que llamamos síntoma, metáfora de malestares latentes, que insiste para el sujeto bajo una fórmula de recreación de lo más ingrato. Un síntoma, efecto del lenguaje, y que por tanto puede leerse, puede escribirse, y a causa de ello también es algo de lo que nos podemos desprender. Pueden proceder las mujeres al bien decir, a sabiendas de que no se puede decir todo, tomando en cuenta que, es mejor no comprender, sino transitar de un modo más amable, más humano por los avatares de la vida.

En general, es complicado huir del propio goce, de las cadenas irreductibles que nos atan a eso, que no es placer, sino infierno; el goce es eso que no sirve para nada como señaló Jacques Lacan[4] y que, sin embargo, dirige y comanda la vida de las personas. Aquellos que transitan por los senderos de un psicoanálisis suelen quedar advertidos de ese su goce inconsciente, que ha determinado sus elecciones en la vida, y cuya reducción abre las más limpias posibilidades de una vida más vivible y menos esclava.

Es el goce entonces una ligadura silenciosa. La ligadura no es la elección de pareja, no lo es el trabajo, el dinero, el sexo, el juego, un hijo, o la soledad; todas ellas son figuras que dan forma a ese nuestro auténtico partenaire esencial, nuestro partenaire de goce, cuya atadura silenciosa impide soltarnos, separarnos. Se trata entonces de producir algo del orden del apartarse, algo que produzca una reducción, que haga nacer un silencio diferente, que introduzca al modo de la vasija de Heidegger, un menos, para que poder llenarlo de algo nuevo sea posible. Tenemos una posibilidad cierta si operamos primero produciendo un vacío, allí́ donde no hay sino completitud.

El 14 de mayo de este año, dentro de unos días, el Ateneo de Madrid, constituido en 1820, celebrará sus doscientos años de existencia. Un importante aniversario, sin duda. Bajo la influencia de esta primera institución se fueron extendiendo por España numerosos Ateneos cuyo lazo común se articulaba en torno a la libertad de palabra y a la constante conversación entre sus socios. Así́, en 1876 se funda el Ateneo de Palencia, con la intención de agitar la vida intelectual de la ciudad. En 1897 nacerá también, para la difusión de la cultura, el Ateneo de Jerez. Hoy nos encontramos a la vez en ambos Ateneos, el de Palencia y el de Jerez de la Frontera, modelo de reunión impensable hace un año cuando estuve en el Ateneo de Jerez en la conferencia que diera Aduriz, donde quedé impresionada de esa sala a rebosar y ese interés por la cultura. Hoy, este estupendo modelo vanguardista que ha llegado con la pandemia es una realidad que espero no se vaya ya nunca, y se fortalezcan las ataduras entre los Ateneos de toda España. Las mujeres ganaremos visibilidad. De hecho, pese a haber trabajado mucho para la consolidación del de Palencia, pese a haber participado en una Mesa redonda en el Ateneo de Madrid hablando de “Mujeres y consentimiento”, nunca di una conferencia en solitario en un Ateneo hasta hoy, merced a Zoom, y a Carmen Campos quien con su deseo decidido y el de sus compañeros ateneístas, ha hecho posible este encuentro. Me encuentro muy a gusto formando parte de la serie invisible de esas mujeres ateneístas pioneras, también presas de la novedad que rompía las ataduras silenciosas de su época.

Los Ateneos, aún a pesar del rígido marco socio político de la época en la que fueron viendo la luz, y no pocas vicisitudes, fueron otorgando lentamente la condición de socia y el uso de la palabra a las mujeres de la época, que de ese modo obtuvieron un reconocimiento necesario, ese que aún no habían conseguido en el ámbito de los derechos y libertades sociales.

Una ateneísta muy especial fue Clara Campoamor. Pues bien, su atadura silenciosa es paralela a su propia vida. Clara Campoamor muere a los dos años de vida. La historia está contada en un libro del que escribí el epílogo, y que verá la luz desde la andaluza editorial Miguel Gómez, cuya autoría es de mi compañero y colega Fernando M. Aduriz y que se va a titular, Por qué se escribe[5]. Ella nace llamándose Carmen Eulalia Campoamor, pero al morir su hermana Clara, los padres, seguramente para tramitar su pena, deciden cambiarle el nombre a Carmen y pasan a llamarla Clara. Este detalle, esta atadura silenciosa determinará su vida, según Aduriz, pues toda su vida hubo de trabajar el doble. Con su apellido Campoamor (nuestros apellidos, sin que lo sepamos, hacen un trabajo de atadura silenciosa en cada uno de nosotros), escribe Del amor y otras pasiones. “Clara-Carmen” conseguirá el voto para las mujeres, las muertas y las que aún no habían nacido, y hubo de oponerse para conseguir ese hito histórico a otras mujeres ateneístas, como la abogada Victoria Kent, pues ésta pensaba que permitir el voto femenino daría el poder a las derechas. El esfuerzo de Campoamor fue ejemplar y extenuante, como el de tantas y tantas mujeres silenciosas que nos rodean. Ella misma lo dijo así: “Mi vida puede expresarse con una sola palabra: trabajo”. Esto mismo podríamos decir de muchas de nuestras madres. La mía, Ciri, dedicó toda su vida a servir a su familia, y a ayudar silenciosamente a los demás con una bondad ejemplar.

Otra ateneísta muy especial fue María Zambrano. La autora de Claros del bosque, opinaba que no todo puede ser dicho. Esa es una atadura que no siempre se respeta. Pero ¿que sería de nuestra convivencia si dijéramos todo lo que pensamos? Uno de los mejores inventos de la civilización es el secreto. El sociólogo Simmel decía que el secreto era una de las grandes conquistas de la humanidad. Y Michel Foucault argumentaba que podría ser más difícil destapar el secreto que el inconsciente. Me he dejado enseñar como psicoanalista que, al comenzar a escuchar el relato de la vida a una mujer, nos espera un discurso repleto de cajones secretos que tendré que ir abriendo paso a paso, si no queremos que queden cerrados para siempre. Por ello, María Zambrano, poeta del vacío, la intelectual de inteligencia portentosa, decía que «Hay cosas que no pueden decirse. Esto que no puede decirse, es lo que se tiene que escribir.» Ocurre que sabemos también con Rousseau, que se puede escribir pero para esconderse.

Estamos en medio de una pandemia que encerrará mucho de nuestro secreto vivir. ¿Cómo hemos abordado este peculiar momento?

Por razones sanitarias vivimos en un escondrijo, confinadas en nuestras casas, forzadas a vivir en el pequeño reducto del hogar y no parar de trabajar y trabajar. Es el relato persistente de las mujeres estos meses.

También escuchamos la sensación de pérdida. Quién me ha robado el mes de abril, cantábamos en su momento. Mujeres que hablan de que han perdido su intimidad. Mujeres que se han convertido en maestras suplentes de sus hijos. Mujeres que han dedicado sus horas a horas extras en el hogar, ese espacio que, si se quiere que sea algo más que un lugar para vivir, y que sea un lugar habitable, necesita de una presencia poética tanto de los objetos como de su estética y de su hablarnos histórico. Sobrevivir y vivir es posible en cualquier lugar, pero habitar una casa es otra cosa. Comprobamos que o la mujer se ocupa de recordarlo o las casas se llenan de vacío. Un vacío asfixiante, una atadura imposible de sobrellevar. Falta el aire, y si se busca una solución en el campo, en el jardín, en la naturaleza es porque no se ha podido usar de la magia de la poesía en el mínimo reducto, y eso por muy pequeño que sea el lar.

Mujeres que han atendido y cuidado a los mayores, como siempre hicieran, y que también han pasado en algunos casos por el horror de no poder asistir y acompañar en la muerte a sus seres más cercanos, que murieron solos. Eso se ha puesto mucho de manifiesto, pero conviene recordar que todos morimos solos. Una vez fallecidos, también hemos escuchado que no pudieron despedirse. Ocurre que esa asignatura, la despedida, es una asignatura difícil de aprobar, puesto que no existe la fórmula universal para despedirse de un ser querido. Falta serenidad, y sobra emoción. Pero deberíamos poder poner palabras y conversar en los momentos finales, unos y otros. Y aceptar también que asumir nuestra existencia mortal supone “darse por despedidos en el vivir cotidiano”, saber que la buena despedida es el obrar limpio de cada jornada.

Muchas mujeres también tele trabajan. Esto trae otra pérdida, la falta del corte, de lapso de interrupción, del descanso que se opera en el simple paseo. El trabajo presencial permite desconectar del trabajo doméstico. Esa pérdida quizá sea compensada con el agotador desplazamiento de cada día en el transporte rutinario.

Otras mujeres han acudido cada día a realizar su trabajo en condiciones extremas, como las mujeres sanitarias. Recordemos que siete de cada diez sanitarios son mujeres. Todas aquellas que trabajan en actividades esenciales, han pasado por el horror de llegar a sus hogares, extenuadas, con temor de abrazar a sus hijos hasta no poderlo hacer en condiciones seguras, temiendo llevar lo peor a sus hogares. Miedo, es la palabra que describe tantas y tantas escenas cotidianas del ultimo año en el día a día de muchísimas mujeres. También aquellas que han pasado este tiempo en absoluta soledad, aisladas, y que han tenido que poner a prueba sus recursos simbólicos, para aprender a vivir de otro modo, para no enloquecer, según su decir.

El maltrato a las mujeres no cesa. Las cifras, abrumadoras, indican un aumento significativo de violencia en el ámbito de la familia a mujeres y niñas, violación flagrante de los derechos humanos. Un sufrimiento silencioso que no acaba, que no da respiro, que en ocasiones se torna inefable.

La salud de las mujeres también se ha visto gravemente afectada por la pandemia de la Covid-19, un real que se impuso para todos, comanda nuestros días, limita nuestras libertades, inquieta, angustia, se torna plomizo e insoportable. Ya sabemos de los retrasos significativos en diagnostico y control de algunas enfermedades graves, en las que la planificación y prevención simplemente se han esfumado.

Nuestras silenciosas ataduras hablan por sí solas. Son elocuentes en la historia de las mujeres. Es un silencio de siglos, un silencio congelado. He comprobado que mi encuentro con un psicoanalista me ha dado la gran lección de saber escuchar, lo que no me enseñaron en ninguna Universidad. Es una experiencia basada en aceptar perder presencia, aceptar borrase de la escena, aceptar no comprender, aceptar leer lo que se calla, aceptar perder el poder, renunciar al poder pedagógico, espiritual, médico, de los nuevos entrenadores psicológicos, y sencillamente escuchar ese silencio, y esas ataduras que nos impiden salir de las cárceles de puertas abiertas.

El goce es una confortable cárcel aparentemente. Además, no es dialectico el goce. Jacques Lacan lo describe constantemente como

permanente, estancado e inerte. Es una atadura invisible y silenciosa, algo pegado a nuestro lado. El goce no da placer, como sabemos muy bien quienes escuchamos a adictos. Produce hartazgo.

Y qué decir del goce en dejarse maltratar, en consentir ser maltratada. ¿Resta cárcel al maltratador? Por supuesto que no. Pero no resuelve la pregunta de por qué tantas y tantas mujeres se atan a un hombre maltratador. Escucho a mujeres sorprendidas de sí mismas, cuando pasan de la queja a la interrogación.

Esa atadura silenciosa no es cierta que se mantenga en el tiempo debido a causas económicas, o de otro cariz, puesto que tenemos el ejemplo de numerosas mujeres que, pese a todo, han logrado desasirse de hombres maltratadores. A veces ese silencio es estruendoso, elocuente, sonoro. Un silencio que habla por sí solo en el rostro, en la no sonrisa, en la amargura de la vida.

Quiero traerles en este momento un recorte del testimonio de una joven mujer sanitaria. Y ateneísta. Lo expuso en el Ateneo de Palencia en octubre pasado. Su texto lo nombró “En primera línea”. Decía así:

“…y un miedo y silencio a la par. Jamás podré olvidar la mirada perdida de esos pacientes, su soledad, la espera a los resultados de unas pruebas que les iban a confirmar lo que ellos ya sabían pero que no podían ni imaginar. Ese pasillo construido en horas, frio, largo, que comunicaba nuestro lugar de trabajo, con el ascensor que los llevaría a una habitación de una planta en el mejor de los casos. Saludar a una abuelita, que esperaba mientras nos daban sus datos, sonreírle, decirle que ojos más bonitos tiene, porque los tenía, contestarte gracias y fallecer. Sacar pacientes muertos de las ambulancias, porque no les daba tiempo a llegar al hospital, no llegaban. Vivir esto cada día, llegar a casa y que tus hijos vayan a recibirte corriendo, con una alegría, pero se paran en seco porque saben que antes de darnos besos, me tengo que duchar y lavar la ropa con la que voy y vengo del hospital. Como bien me comprendió́́ mi marido, son como dos mundos, el de la vida alegre y el que transcurre al otro lado del espejo. El de una cuidad con un barrio rico y otro barrio tremendamente pobre, igualmente de reales los dos”.

Ese era tono del texto de Irene, que nos hizo llorar y comprender lo que las mujeres sanitarias estaban viviendo en primera línea.

Del mismo modo que los Ateneos dieron la palabra a las mujeres, también a finales del siglo XIX, Sigmund Freud nos dio otro tipo de palabra. Permitió hablar a las mujeres, muchas de ellas asoladas en ese momento por una epidemia de incomprensión de sus malestares. Hay una particular relación entre grito y silencio cuando de mujeres se trata. Sabemos, gracias a Freud, que aquello que se reprime en silencio retorna en el cuerpo, en forma de síntoma sonoro, parlanchín y molesto. Él lo supo ver. Y gracias a él, hoy, puedo hablarles en estos dos Ateneos juntos, merced a la inteligencia de estas Plataformas de nueva comunicación. Este Zoom que nos ha permitido sobrellevar la dureza de la vida durante la pandemia. A veces, parece incomprensible que se hable mal de estas herramientas tecnológicas, cuando no es más que un invento del ser que habla, tan extraordinario como lo ha sido el teléfono inteligente para sobrellevar la dureza de la vida en situaciones de crisis.

Las soluciones que las mujeres hemos ido encontrando son tan originales como los síntomas que las convocan, me gusta como lo nombra Anne Carson, una mujer escritora y poeta, con estas palabras:

“Mi actitud es que, por muy dura que sea la vida, lo que importa es hacer algo interesante con ella. Y esto tiene mucho que ver con el mundo físico, con mirar las cosas, la nieve y la luz, y el olor de la puerta, y todo aquello que constituye a cada instante tu existencia fenoménica. Qué gran consuelo…saber que estas cosas persisten en su ser y que puedes pensar sobre ellas y hacer algo con ellas en la página”.[6]


[1] Ángela González es psicóloga y psicoanalista de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Actual Secretaria de la Comunidad de la ELP en Castilla y León. Conferencia impartida via zoom el 15 de abril de 2021 en el marco de la Sección de Ciencias de la Salud del Ateneo de Jerez de la Frontera, dentro del ciclo Mujeres, Salud y Pandemia.

[2] DE LA BOÉTIE, É., Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno, Titivillus, 2019.

[3] SÉNECA, L.A., Sobre la brevedad de la vida, el ocio y la felicidad, Acantilado, Barcelona, 2021. Aquí́ señala la expresión “servidumbre voluntaria”: “Por qué nos quejamos de la naturaleza? Ella se ha portado con generosidad; la vida, si sabes usarla, es larga. Pero a uno lo domina la insaciable avaricia, a otro, el afán de ocuparse en placeres superfluos; uno se impregna de vino, otro se adormece en la inacción; uno se fatiga con la ambición, siempre pendiente de los juicios ajenos, otro, metido de cabeza en la pasión de comerciar, recorre todas las tierras y mares a la redonda con la esperanza de lucro; a algunos los atormenta la pasión de la milicia, siempre pendientes de los peligros ajenos o ansiosos por los suyos; hay a quienes consume, en servidumbre voluntaria, el culto ingrato a los superiores; a muchos les absorbe el sentimiento de la fortuna ajena o la queja por la propia; a la mayoría, que no persigue nada determinado, la ligereza vaga, inconstante e insatisfecha de sí misma la precipita nuevos planes; a algunos nada les gusta como meta, pero abrazan en el destino del imputado indolente, de modo que no dudo de la verdad de la aseveración, dicha a modo de oráculo, del máximo de los poetas “es exigua la parte de vida que vivimos” en verdad, todo espacio restante no es vida, si no tiempo.

[4] LACAN, J., Aún, Paidós, Buenos Aires 2010.

[5] MARTIN ADURIZ, F., Por qué se escribe. Cincuenta escritores. Miguel Gómez, Málaga 2021. (En imprenta).

[6] CARSON, A., Hombres en sus horas libres. Pre-textos, Valencia, 2007.