Análisis 38,  Andrea Torres

Primera sesión: el encuentro con la página en blanco

Andrea Torres

El “bloqueo del escritor” es un fenómeno concurrente en la sociedad y con el que todos estamos familiarizados, independientemente de que esté ligado a un ámbito literario. Enfrentarnos a algo por primera vez, esa página en blanco, requiere una aproximación a la incertidumbre que nos muestra como individuos en falta, incompletos. Ese blanco representa un vacío que remueve sentimientos de incompletitud y búsqueda de límites simbólicos, generando un sentimiento de vulnerabilidad que conduce a la angustia. Para poder crear, es necesario pasar por el reconocimiento de la falta, esa que guía al deseo que abre las puertas a organizar nuestro propio caos a través de leyes simbólicas.

En la primera sesión, la persona debe enfrentarse a esa falta. La mayoría de las personas que comienzan un proceso analítico comentan lo difícil de dar ese primer paso a hacer la llamada para concertar la cita. El notarse en falta y verse en la necesidad de recurrir a un especialista recrea esa sensación de percibirse como un ser incompleto. Comienza la identificación de la página en blanco que va a tener que rellenar a la hora de intentar plasmar sus conflictos con significantes, un espacio donde lo simbólico aún no ha tomado forma. 

Al formalizar una primera sesión, el sujeto se encuentra frente a su propio vacío, un espacio que aún no está estructurado por la palabra. Están implícitas todas las posibilidades, pero ninguna está aún fijada. El vacío inicial es desconcertante, evocando una sensación de indefensión similar a la del proceso creativo. Pero el deseo siempre se estructura en torno a una falta, que puede aparecer en toda su crudeza, dejando al paciente en un estado de desorientación inicial. Esta falta es el motor de la creación: un vacío que pide ser llenado. Pero aquí surge un obstáculo, porque esta falta nunca podrá ser plenamente colmada; el vacío en el centro del deseo humano no puede ser eliminado.

La aproximación a un proceso analítico, al igual que en el proceso creativo, surge tras una demanda, externa o interna, a enfrentarnos con la página en blanco y producir significantes. Pero un elemento clave es la mirada que supervisa ese proceso de creación, un gran Otro al que le hemos atribuido el rol de audiencia. Algo debe ser dicho y eso debe satisfacer a esa audiencia. El sujeto está llamado a llenar este vacío, a crear un discurso que dé forma a lo que aún no tiene forma y hacerlo bajo una mirada de juicio atribuido por el propio sujeto.

El gran Otro, un vigilante de la creación y recreación personal, compuesto por objetos internos del sujeto, está presente en la figura del analista. Un artista, a la hora de crear, está atado a un sistema cultural, unas expectativas que han sido depositadas en él y él se ha convertido en ese ente supervisor y regulador de su producción. El sujeto que acude a una primera sesión tiende a percibir al analista como un público al que debe entregar una creación. 

En este momento, se instaura un movimiento esencial: la transferencia. El analista se convierte en el “sujeto del supuesto saber”, una figura en la que el sujeto deposita la expectativa de que algo puede ser revelado. Más que una audiencia, el analista debe convertirse en el lienzo que desafía al artista a proyectar sobre él sus deseos y angustias. Un espacio de proyección, un lugar donde el paciente se permita experimentar la esperanza de que su discurso tenga alguna dirección.

La transferencia permite al paciente ordenarse, y el analista, ubicado en el rol del “sujeto del supuesto saber”, representa un canal por el que el sujeto espera encontrar palabras y significantes para dar formas en la página en blanco. Esta creencia en la posibilidad de sentido permite al sujeto entrar en un proceso donde la angustia se canaliza en un flujo simbólico, como si cada palabra añadiera una pincelada sobre ese lienzo vacío.

La entrada en el orden simbólico implica un encuentro con la ley, y el analista encarna una forma de ley: un marco que, aunque implícito, regula el discurso del paciente, dándole una estructura que permite comenzar a ordenar el caos de la experiencia subjetiva. Aunque el analista no impone una ley de manera explícita, su presencia misma permite que el paciente empiece a organizar su discurso, a “dibujar” sobre el vacío inicial. Así como un artista se apoya en la técnica o alguna convención que le permita plasmar su experiencia, o el deseo producido por su falta, en una obra. La función de la ley aparece como un marco sutil pero necesario que permite articular el deseo.

El discurso, que en un principio aparece como un flujo de palabras sin sentido aparente en la primera sesión, en el transcurso del análisis comienza a organizarse en significantes con un peso en la subjetividad. El paciente, inicialmente con una expresión limitada, vislumbra contenido e imagos en lo que antes representaba como “blanco” o “vacío”. La palabra permite que lo inconsciente encuentre un canal de expresión, aunque nunca alcance una expresión completa. La primera sesión es, por tanto, una apertura a este proceso de materialización, un momento en el que lo inconsciente comienza a mostrarse en los pliegues del lenguaje.

El analista aporta al paciente un espacio para enfrentarse a su propia “página en blanco” sin miedo a ser juzgado. Este deseo, que no es un deseo de posesión ni de control, funciona como un impulso sutil que acompaña al paciente en su travesía. Como el artista que se permite crear sin una meta precisa, el paciente, sostenido por el deseo del analista, puede comenzar a explorar su propio vacío.

La función del acto psicoanalítico no es, entonces, eliminar la falta, sino hacer posible que el sujeto viva con ella, que la integre en su propio discurso. Como el artista que no busca “terminar” su obra, sino explorar sus posibilidades, el sujeto debe aprender a moverse dentro de su falta, a dejar que su deseo emerja desde ese lugar.

El proceso creativo implica enfrentarse constantemente a la ilusión de un ‘yo ideal’, una imagen de perfección que el artista quisiera alcanzar en su obra. Sin embargo, como ocurre en el estadio del espejo descrito por Lacan, esta imagen unificada es solo una ilusión. Frente a la página en blanco, el artista se confronta con sus propios límites y con la inevitable fragmentación de su ser. Del mismo modo, en el acto analítico, el sujeto debe abandonar la expectativa de un ‘yo’ acabado, y aceptar que, en su discurso, el ‘fallo’ y la incompletitud son inevitables. En este sentido, el análisis, como el arte, permite al sujeto dar lugar a una expresión genuina, precisamente porque reconoce y trabaja desde esa fragmentación, permitiéndose avanzar sin intentar alcanzar una totalidad ilusoria.